UNA INVITACIÓN PARA CONOCER
LA IGLESIA DE JESUCRISTO
DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS
LA IGLESIA DE JESUCRISTO
DE LOS SANTOS DE LOS ÚLTIMOS DÍAS
Nuestra Búsqueda de la Felicidad
M. Russell Ballard
M. Russell Ballard
Desde el principio de los tiempos, hombres y mujeres han estado buscando una respuesta a las preguntas más desconcertantes de la vida:
1• ¿Quién soy yo?
2• ¿De dónde he venido?
3• ¿Qué significado tiene la vida?
4• ¿Tiene Dios, acaso, un plan para mí?
5• ¿Qué relación tengo yo con Jesucristo?
6• ¿Qué propósito hay en todo lo que hago?
7• ¿Cómo puedo encontrar la paz y la felicidad?
Al considerar el mundo tan repleto de confusión e incertidumbre en el que vivimos, ¿a quién no le interesaría saber por qué estamos en este planeta? Y ¿a quién no le agradaría encontrar hoy mismo la paz y la felicidad— una felicidad que supere los problemas y las tragedias de esta vida?
Afortunadamente, existen respuestas para estas preguntas.
En su obra Nuestra Búsqueda de la Felicidad: Una Invitación para Conocer La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, M. Russell Ballard propone que el significado de la vida no se encuentra en la filosofía ni en suposiciones, sino en la verdad divinamente revelada.
Este libro ofrece explicaciones razonables y concisas acerca de nuestra relación con Dios, cuánto nos ama y cómo podemos comunicarnos con El, la función de Jesucristo como nuestro Salvador y Redentor, cuál es el propósito de la vida, cómo puede la familia llegar a ser eterna, y en qué manera podemos lograr la felicidad que anhelamos—conceptos éstos que el Señor reveló al mundo al restaurar la plenitud de Su evangelio por medio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, el élder M. Russell Ballard posee las credenciales necesarias para traernos este mensaje. Ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza del evangelio, comenzando en 1948 al servir como misionero en Inglaterra. En 1976, el élder Ballard se encontraba sirviendo como Presidente de la Misión Canadá Toronto cuando fue llamado al Primer Quórum de los Setenta. Tiempo después, como miembro de la presidencia de dicho quórum, ocupó el cargo de Director Ejecutivo del Departamento Misional de la Iglesia.
Durante los años en que el élder Ballard sirvió en el Consejo Ejecutivo Misional, se efectuó una revisión de todos los materiales de proselitismo y capacitación de la Iglesia. Como parte de ello, comenzaron a utilizarse más ampliamente los medios de publicidad e información, y se produjeron videos tales como "El Plan de Nuestro Padre Celestial" y "Juntos para Siempre", los cuales se difundieron en todo el mundo.
Este libro ofrece explicaciones razonables y concisas acerca de nuestra relación con Dios, cuánto nos ama y cómo podemos comunicarnos con El, la función de Jesucristo como nuestro Salvador y Redentor, cuál es el propósito de la vida, cómo puede la familia llegar a ser eterna, y en qué manera podemos lograr la felicidad que anhelamos—conceptos éstos que el Señor reveló al mundo al restaurar la plenitud de Su evangelio por medio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles, el élder M. Russell Ballard posee las credenciales necesarias para traernos este mensaje. Ha dedicado gran parte de su vida a la enseñanza del evangelio, comenzando en 1948 al servir como misionero en Inglaterra. En 1976, el élder Ballard se encontraba sirviendo como Presidente de la Misión Canadá Toronto cuando fue llamado al Primer Quórum de los Setenta. Tiempo después, como miembro de la presidencia de dicho quórum, ocupó el cargo de Director Ejecutivo del Departamento Misional de la Iglesia.
Durante los años en que el élder Ballard sirvió en el Consejo Ejecutivo Misional, se efectuó una revisión de todos los materiales de proselitismo y capacitación de la Iglesia. Como parte de ello, comenzaron a utilizarse más ampliamente los medios de publicidad e información, y se produjeron videos tales como "El Plan de Nuestro Padre Celestial" y "Juntos para Siempre", los cuales se difundieron en todo el mundo.
El élder Ballard y su esposa, Bárbara, tienen siete hijos.
CONTENIDO
RECONOCIMIENTOS. 3
INTRODUCCIÓN El Principio de la Comprensión. 4
CAPITULO UNO La Iglesia de Jesucristo. 8
CAPITULO DOS La Apostasía. 16
CAPITULO TRES La Restauración. 21
CAPITULO CUATRO El Libro de Mormón. 25
CAPITULO CINCO El Sacerdocio de Dios. 30
CAPITULO SEIS El Plan Eterno de Dios. 39
CAPITULO SIETE Los Artículos de Fe. 45
CAPITULO OCHO Los Frutos del Evangelio. 55
CONCLUSIÓN El Ancla de la Fe. 64
RECONOCIMIENTOS
La producción de este libro ha requerido mucho tiempo y agradezco a todos aquellos que me han animado y que han contribuido en diversas maneras para lograrlo. Varios de mis colegas y amigos han leído los textos originales a través de su desarrollo, ofreciendo sugerencias que han enriquecido considerablemente su contenido. Este libro ha resultado ser mucho mejor gracias a dicha ayuda.
En particular, agradezco a los representantes de otras religiones, hombres y mujeres que tuvieron la buena voluntad de leer los textos originales. Sus impresiones personales y sus comentarios han sido de gran ayuda para que este libro sea claro, comprensible y, así lo espero, que no le resulte ofensivo a nadie.
Aunque es siempre arriesgado referirse sólo al esfuerzo de ciertas personas, aprecio en gran manera a mi secretaria, Dorothy Anderson, quien, incansablemente, recopiló material informativo y efectuó un amplio examen. La ayuda y consejos de Joe Walker impulsaron el desarrollo de esta obra. Ron Millett, Eleanor Knowles, Sheri Dew, Kent Ware y Patricia Parkinson, todos de Deseret Book, alentaron el proyecto desde el principio y contribuyeron a que el manuscrito se convirtiera en libro. Del mismo modo, agradezco a mi esposa, Bárbara, su paciencia y amoroso estímulo.
No obstante las contribuciones y sugerencias de tantas personas, yo asumo completa responsabilidad por el contenido de este libro.
En particular, agradezco a los representantes de otras religiones, hombres y mujeres que tuvieron la buena voluntad de leer los textos originales. Sus impresiones personales y sus comentarios han sido de gran ayuda para que este libro sea claro, comprensible y, así lo espero, que no le resulte ofensivo a nadie.
Aunque es siempre arriesgado referirse sólo al esfuerzo de ciertas personas, aprecio en gran manera a mi secretaria, Dorothy Anderson, quien, incansablemente, recopiló material informativo y efectuó un amplio examen. La ayuda y consejos de Joe Walker impulsaron el desarrollo de esta obra. Ron Millett, Eleanor Knowles, Sheri Dew, Kent Ware y Patricia Parkinson, todos de Deseret Book, alentaron el proyecto desde el principio y contribuyeron a que el manuscrito se convirtiera en libro. Del mismo modo, agradezco a mi esposa, Bárbara, su paciencia y amoroso estímulo.
No obstante las contribuciones y sugerencias de tantas personas, yo asumo completa responsabilidad por el contenido de este libro.
EL PRINCIPIO DE LA COMPRENSIÓN
INTRODUCCIÓN
Consideremos por un momento la palabra comprensión.
Es, en realidad, una palabra simple—una palabra que utilizamos casi todos los días. Pero significa algo verdaderamente extraordinario. Mediante la comprensión podemos fortalecer nuestras relaciones, revitalizar vecindarios, unificar naciones y aun traer la paz a este mundo perturbado en el cual vivimos.
Sin la comprensión, la consecuencia es, a menudo, el caos, la intolerancia, el odio y la contienda. Esto es, en otras palabras, la incomprensión.
Si tuviera que escoger un término para describir mi propósito en escribir este libro, sería la comprensión. Más que nada, deseo que quienes lean estas páginas—en especial aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días-—comprendan mejor a la Iglesia y a sus miembros. Esto, en realidad, no quiere decir que mi objetivo sea que cada lector se una a la Iglesia o que acepte nuestras doctrinas y costumbres—aunque sería yo deshonesto si no reconociese que, si así fuere, ello me causaría un gran placer. Pero ése no es el propósito de este libro, sino lograr el entendimiento y la comprensión, y no la conversión. Esta obra persigue más el deseo de establecer lazos de confianza, aprecio y respeto, que el interés de aumentar el número de miembros de la Iglesia.
Tal comprensión debiera comenzar con nosotros mismos: usted, lector y yo.
A fin de poder comprenderme y entender un tanto mejor mi punto de vista, quizás le interese saber que yo nací en la época de la llamada Gran Depresión, lo que significa que los primeros años de mi vida transcurrieron dentro de una época en que las cosas eran más difíciles y económicamente más severas que en la actualidad.
Pude observar cuánto debieron luchar mis padres para mantener a nuestra familia y ello tuvo un efecto muy particular en mí. Fui a la escuela pública, asistí a la universidad y luego conocí a Bárbara, una mujer maravillosa, me casé con ella y es hoy la madre de nuestros siete hijos. Desde el punto de vista profesional, he participado en el negocio de bienes raíces, en inversiones monetarias y en el comercio de automotores, siendo también propietario de una agencia de ventas de automóviles, hasta 1974, cuando fui llamado a servir como presidente de una misión y como líder eclesiástico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Mi familia y yo hemos experimentado tiempos buenos y tiempos malos, éxito y fracasos; hemos pasado por momentos de felicidad y también de tristezas.
¿Qué experiencias ha tenido el lector? Muy probablemente nunca nos hayamos conocido, pero estoy seguro de que ambos tenemos muchas cosas en común. Es posible que a usted le preocupen los acontecimientos del mundo, que le inquieten los conflictos entre las naciones y dentro de los mismos países, la inestabilidad económica y social, y los disturbios políticos.
Quizás haya tenido que sufrir alguna enfermedad grave, el infortunio o una desilusión inesperada, el desempleo o el fallecimiento de un ser amado y, como consecuencia, esté sufriendo física, espiritual y emocionalmente. Es probable que su familia sea para usted lo más importante del mundo. Y si así fuese, es indudable que habrá momentos en que, al contemplar los acontecimientos de nuestra época, sentirá usted temor por el futuro de nuestros hijos y nietos y en realidad, por la civilización misma.
Sin la comprensión, la consecuencia es, a menudo, el caos, la intolerancia, el odio y la contienda. Esto es, en otras palabras, la incomprensión.
Si tuviera que escoger un término para describir mi propósito en escribir este libro, sería la comprensión. Más que nada, deseo que quienes lean estas páginas—en especial aquellos que no son miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días-—comprendan mejor a la Iglesia y a sus miembros. Esto, en realidad, no quiere decir que mi objetivo sea que cada lector se una a la Iglesia o que acepte nuestras doctrinas y costumbres—aunque sería yo deshonesto si no reconociese que, si así fuere, ello me causaría un gran placer. Pero ése no es el propósito de este libro, sino lograr el entendimiento y la comprensión, y no la conversión. Esta obra persigue más el deseo de establecer lazos de confianza, aprecio y respeto, que el interés de aumentar el número de miembros de la Iglesia.
Tal comprensión debiera comenzar con nosotros mismos: usted, lector y yo.
A fin de poder comprenderme y entender un tanto mejor mi punto de vista, quizás le interese saber que yo nací en la época de la llamada Gran Depresión, lo que significa que los primeros años de mi vida transcurrieron dentro de una época en que las cosas eran más difíciles y económicamente más severas que en la actualidad.
Pude observar cuánto debieron luchar mis padres para mantener a nuestra familia y ello tuvo un efecto muy particular en mí. Fui a la escuela pública, asistí a la universidad y luego conocí a Bárbara, una mujer maravillosa, me casé con ella y es hoy la madre de nuestros siete hijos. Desde el punto de vista profesional, he participado en el negocio de bienes raíces, en inversiones monetarias y en el comercio de automotores, siendo también propietario de una agencia de ventas de automóviles, hasta 1974, cuando fui llamado a servir como presidente de una misión y como líder eclesiástico de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
Mi familia y yo hemos experimentado tiempos buenos y tiempos malos, éxito y fracasos; hemos pasado por momentos de felicidad y también de tristezas.
¿Qué experiencias ha tenido el lector? Muy probablemente nunca nos hayamos conocido, pero estoy seguro de que ambos tenemos muchas cosas en común. Es posible que a usted le preocupen los acontecimientos del mundo, que le inquieten los conflictos entre las naciones y dentro de los mismos países, la inestabilidad económica y social, y los disturbios políticos.
Quizás haya tenido que sufrir alguna enfermedad grave, el infortunio o una desilusión inesperada, el desempleo o el fallecimiento de un ser amado y, como consecuencia, esté sufriendo física, espiritual y emocionalmente. Es probable que su familia sea para usted lo más importante del mundo. Y si así fuese, es indudable que habrá momentos en que, al contemplar los acontecimientos de nuestra época, sentirá usted temor por el futuro de nuestros hijos y nietos y en realidad, por la civilización misma.
También yo me siento así.
Si lo analizamos bien, la gente toda es muy similar. Nuestros antecedentes, cultura y situación económica podrían diferir, y nuestras actitudes y puntos de vista podrían ser distintos. Pero en nuestro corazón, que es lo que realmente tiene valor, somos todos muy semejantes.
Un amigo mío se hallaba en el hogar de cierta persona en un país extranjero. Apenas terminaban de cenar y, mientras conversaban amablemente, el joven hijo de aquella persona entró súbitamente a la sala más de una hora después de la que había convenido que volvería a la casa.
"El único idioma que hablo es el inglés," dijo mi amigo al contarme acerca de esa experiencia, "pero pude comprender aquella breve e intensa conversación, casi palabra por palabra: El padre preguntó al muchacho si tenía idea de la hora que era. Este respondió que no. El padre entonces le preguntó si recordaba a qué hora debía haber regresado a la casa. El joven dijo que no. El padre le preguntó dónde había estado. El hijo contestó que "había andado por ahí'. El padre le preguntó por qué había regresado tan tarde, a lo que el muchacho respondió que no se había dado cuenta de la hora que era."
Finalmente, el exasperado padre excusó a su hijo y, volviéndose hacia mi amigo, dijo: "Lo siento mucho," y comenzó a explicarle la situación. Mi amigo lo detuvo, diciéndole:
"No es necesario que me explique nada. Entiendo perfectamente."
El hombre lo miró con cierto asombro y le comentó: "No sabía yo que usted hablaba nuestro idioma."
"No, no hablo su idioma," respondió mi amigo, "pero sí hablo el idioma de los padres. Yo he tenido esta misma conversación muchas veces con mis propios hijos."
Esta similitud no conoce fronteras, ya sea en lo cultural, en lo económico o en lo religioso, entre otras, y nos hace iguales a pesar de todas nuestras diferencias. Pero no es así en cuanto a nuestra naturaleza humana, ¿verdad? Nuestra tendencia natural es la desconfianza hacia todo lo que consideramos normal y concentramos tanto nuestra atención en las pocas cosas que nos separan, que no percibimos las muchas que tenemos en común y que debieran unirnos.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles y como una de las Autoridades Generales o ministros presidentes y administradores de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (llamada a veces Iglesia "Mormona"), pienso constantemente en cuanto a la religión y el efecto que tiene en las relaciones humanas. El amor que existe entre la gente que comparte los mismos valores y experiencias religiosas puede llegar a ser la fuerza más satisfactoria y unificante, sólo comparable a una familia bien cimentada y feliz. Al mismo tiempo, sin embargo, muy pocas son las cosas en la vida que podrían dividir a la gente más que las diversas interpretaciones de la verdad religiosa.
No es necesario indagar mucho para verificar este hecho en la historia o para encontrar a alguien que nos provea un extenso relato de las atrocidades cometidas por la gente en nombre de la religión. De acuerdo con Samuel Davies, un clérigo estadounidense del siglo pasado, "la intolerancia ha sido una maldición en toda época y en todo estado."
Ya sea que fuere o no una maldición, también es cierto que quienes somos religiosamente activos (incluso muchos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) a menudo nos acarreamos problemas al manifestar un entusiasmo desmedido sobre nuestra fe. A veces solemos decir con imprudencia algo que podría ser malinterpretado por vecinos o amigos que pertenecen a otras iglesias. Otros podrían percibir este entusiasmo acerca de nuestras creencias como una falta de respeto hacia las suyas, lo cual, en vez de promover el entendimiento, podría provocar una actitud defensiva o el enfado.
Yo comprendo cuán fácilmente suceden estas cosas. Nuestros misioneros llaman a su puerta, sin ser invitados, y le piden que los reciba en su hogar y les permita compartir con usted un mensaje evangélico. Sus vecinos Santos de los Últimos Días hablan mucho acerca de la iglesia, quizás mucho más que otros amigos lo hacen de la suya.
Probablemente lo hayan invitado a ir a la iglesia con ellos o a escuchar a los misioneros en sus hogares y, en su entusiasmo, es posible que hayan hecho alguna alusión irreflexiva en cuanto a sus creencias o modo de vivir.
Si usted ha tenido alguna vez una de estas experiencias, le ofrezco mis disculpas. Estoy seguro de que la ofensa no habrá sido intencional. Una de las creencias más valiosas de nuestra fe se refiere al respeto de la diversidad religiosa. Así lo enseñó José Smith, el primer presidente de nuestra iglesia: "Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde y lo que deseen." (Artículo de Fe número 11 de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.)
Creemos verdaderamente en ello. Así como reclamamos el derecho de adorar como queremos, también creemos que usted tiene el derecho de adorar—o no adorar—conforme a su propio deseo. Todas nuestras relaciones personales deben estar fundadas en el respeto, la confianza y el aprecio mutuos. Pero esto no debería impedir que compartamos, unos con otros, nuestros sentimientos religiosos más profundos. Aún más, quizás logremos descubrir que nuestras diferencias filosóficas podrían sazonar y enriquecer los conceptos de nuestras relaciones, especialmente si tales relaciones se basan en los verdaderos valores y en la sinceridad, el respeto, la confianza y la comprensión. Particularmente en la comprensión.
Entiendo, por supuesto, que la vida no siempre resulta ser lo que debiera. El tema de la religión podría ser muy delicado, sobre todo si se lo trata con indiferencia. Me enteré del caso de un miembro de nuestra iglesia que se hallaba mudando a su familia a un nuevo vecindario, cuando un vecino que estaba regando el césped, tratando de ser cordial con él, le hizo una pregunta casual: "¿De dónde vienen ustedes?"
Nuestro miembro creyó que en la pregunta se le ofrecía una oportunidad propicia. Fue hasta la casa de al lado y, poniendo una mano sobre el hombro del vecino, respondió: "¡Qué pregunta interesante! ¿Por qué no viene usted con su familia a cenar con nosotros una noche de éstas para que podamos enseñarles la verdad acerca de dónde vinimos, por qué estamos aquí y hacia dónde vamos después de esta vida?"
No es difícil entender cómo podría alguien ser despreciado ante tal proposición. Compartir nuestros sentimientos y creencias de naturaleza religiosa es algo muy personal y aun sagrado. No puede hacerse con mucha eficacia si se encara de una manera arrogante. No obstante, muchos miembros de nuestra iglesia están constantemente buscando una oportunidad para compartir el mensaje del evangelio restaurado con sus amigos, familiares, vecinos y todo aquel que esté dispuesto a escucharles.
¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué? ¿Por qué están los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tan ansiosos de hablar acerca de su religión, aun con personas que parecen estar completamente felices con sus propias iglesias y su propio modo de vivir? ¿Por qué no dirigimos nuestros esfuerzos misionales a aquellos que no pertenecen a iglesia alguna y a los que no tienen religión, y dejamos en paz al resto del mundo? ¿Y qué hace, al fin y al cabo, que nuestra condición de miembros de la iglesia resulte ser una pasión tan consagrada, fundamental e inspiradora?
Este libro procura contestar esas preguntas, sincera y directamente, mediante una simple declaración acerca de lo que creemos que es la verdad. Creo que este mensaje es enormemente importante y que todos los hijos de Dios—y esto incluye a todo el mundo—tienen el derecho de recibirlo para poder decidir por sí mismos si esto tiene validez alguna para ellos y para sus familias.
Mi esperanza mayor es que, una vez que haya terminado de leer este libro, usted cuente con una mejor comprensión—he aquí de nuevo esa palabra— del por qué nosotros sentimos esa necesidad de compartir con otros nuestras creencias. Y si ello surte un buen efecto en su vida, aun cuando sólo sea en cuanto a su disposición para comprender y relacionarse con sus amigos mormones y sus familias, tanto mejor.
¿Está listo para empezar? Comencemos entonces con un enfoque de la figura central de nuestra fe: el Señor Jesucristo.
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Un amigo mío se hallaba en el hogar de cierta persona en un país extranjero. Apenas terminaban de cenar y, mientras conversaban amablemente, el joven hijo de aquella persona entró súbitamente a la sala más de una hora después de la que había convenido que volvería a la casa.
"El único idioma que hablo es el inglés," dijo mi amigo al contarme acerca de esa experiencia, "pero pude comprender aquella breve e intensa conversación, casi palabra por palabra: El padre preguntó al muchacho si tenía idea de la hora que era. Este respondió que no. El padre entonces le preguntó si recordaba a qué hora debía haber regresado a la casa. El joven dijo que no. El padre le preguntó dónde había estado. El hijo contestó que "había andado por ahí'. El padre le preguntó por qué había regresado tan tarde, a lo que el muchacho respondió que no se había dado cuenta de la hora que era."
Finalmente, el exasperado padre excusó a su hijo y, volviéndose hacia mi amigo, dijo: "Lo siento mucho," y comenzó a explicarle la situación. Mi amigo lo detuvo, diciéndole:
"No es necesario que me explique nada. Entiendo perfectamente."
El hombre lo miró con cierto asombro y le comentó: "No sabía yo que usted hablaba nuestro idioma."
"No, no hablo su idioma," respondió mi amigo, "pero sí hablo el idioma de los padres. Yo he tenido esta misma conversación muchas veces con mis propios hijos."
Esta similitud no conoce fronteras, ya sea en lo cultural, en lo económico o en lo religioso, entre otras, y nos hace iguales a pesar de todas nuestras diferencias. Pero no es así en cuanto a nuestra naturaleza humana, ¿verdad? Nuestra tendencia natural es la desconfianza hacia todo lo que consideramos normal y concentramos tanto nuestra atención en las pocas cosas que nos separan, que no percibimos las muchas que tenemos en común y que debieran unirnos.
Como miembro del Consejo de los Doce Apóstoles y como una de las Autoridades Generales o ministros presidentes y administradores de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (llamada a veces Iglesia "Mormona"), pienso constantemente en cuanto a la religión y el efecto que tiene en las relaciones humanas. El amor que existe entre la gente que comparte los mismos valores y experiencias religiosas puede llegar a ser la fuerza más satisfactoria y unificante, sólo comparable a una familia bien cimentada y feliz. Al mismo tiempo, sin embargo, muy pocas son las cosas en la vida que podrían dividir a la gente más que las diversas interpretaciones de la verdad religiosa.
No es necesario indagar mucho para verificar este hecho en la historia o para encontrar a alguien que nos provea un extenso relato de las atrocidades cometidas por la gente en nombre de la religión. De acuerdo con Samuel Davies, un clérigo estadounidense del siglo pasado, "la intolerancia ha sido una maldición en toda época y en todo estado."
Ya sea que fuere o no una maldición, también es cierto que quienes somos religiosamente activos (incluso muchos miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días) a menudo nos acarreamos problemas al manifestar un entusiasmo desmedido sobre nuestra fe. A veces solemos decir con imprudencia algo que podría ser malinterpretado por vecinos o amigos que pertenecen a otras iglesias. Otros podrían percibir este entusiasmo acerca de nuestras creencias como una falta de respeto hacia las suyas, lo cual, en vez de promover el entendimiento, podría provocar una actitud defensiva o el enfado.
Yo comprendo cuán fácilmente suceden estas cosas. Nuestros misioneros llaman a su puerta, sin ser invitados, y le piden que los reciba en su hogar y les permita compartir con usted un mensaje evangélico. Sus vecinos Santos de los Últimos Días hablan mucho acerca de la iglesia, quizás mucho más que otros amigos lo hacen de la suya.
Probablemente lo hayan invitado a ir a la iglesia con ellos o a escuchar a los misioneros en sus hogares y, en su entusiasmo, es posible que hayan hecho alguna alusión irreflexiva en cuanto a sus creencias o modo de vivir.
Si usted ha tenido alguna vez una de estas experiencias, le ofrezco mis disculpas. Estoy seguro de que la ofensa no habrá sido intencional. Una de las creencias más valiosas de nuestra fe se refiere al respeto de la diversidad religiosa. Así lo enseñó José Smith, el primer presidente de nuestra iglesia: "Reclamamos el derecho de adorar a Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: que adoren cómo, dónde y lo que deseen." (Artículo de Fe número 11 de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.)
Creemos verdaderamente en ello. Así como reclamamos el derecho de adorar como queremos, también creemos que usted tiene el derecho de adorar—o no adorar—conforme a su propio deseo. Todas nuestras relaciones personales deben estar fundadas en el respeto, la confianza y el aprecio mutuos. Pero esto no debería impedir que compartamos, unos con otros, nuestros sentimientos religiosos más profundos. Aún más, quizás logremos descubrir que nuestras diferencias filosóficas podrían sazonar y enriquecer los conceptos de nuestras relaciones, especialmente si tales relaciones se basan en los verdaderos valores y en la sinceridad, el respeto, la confianza y la comprensión. Particularmente en la comprensión.
Entiendo, por supuesto, que la vida no siempre resulta ser lo que debiera. El tema de la religión podría ser muy delicado, sobre todo si se lo trata con indiferencia. Me enteré del caso de un miembro de nuestra iglesia que se hallaba mudando a su familia a un nuevo vecindario, cuando un vecino que estaba regando el césped, tratando de ser cordial con él, le hizo una pregunta casual: "¿De dónde vienen ustedes?"
Nuestro miembro creyó que en la pregunta se le ofrecía una oportunidad propicia. Fue hasta la casa de al lado y, poniendo una mano sobre el hombro del vecino, respondió: "¡Qué pregunta interesante! ¿Por qué no viene usted con su familia a cenar con nosotros una noche de éstas para que podamos enseñarles la verdad acerca de dónde vinimos, por qué estamos aquí y hacia dónde vamos después de esta vida?"
No es difícil entender cómo podría alguien ser despreciado ante tal proposición. Compartir nuestros sentimientos y creencias de naturaleza religiosa es algo muy personal y aun sagrado. No puede hacerse con mucha eficacia si se encara de una manera arrogante. No obstante, muchos miembros de nuestra iglesia están constantemente buscando una oportunidad para compartir el mensaje del evangelio restaurado con sus amigos, familiares, vecinos y todo aquel que esté dispuesto a escucharles.
¿Alguna vez se ha preguntado usted por qué? ¿Por qué están los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tan ansiosos de hablar acerca de su religión, aun con personas que parecen estar completamente felices con sus propias iglesias y su propio modo de vivir? ¿Por qué no dirigimos nuestros esfuerzos misionales a aquellos que no pertenecen a iglesia alguna y a los que no tienen religión, y dejamos en paz al resto del mundo? ¿Y qué hace, al fin y al cabo, que nuestra condición de miembros de la iglesia resulte ser una pasión tan consagrada, fundamental e inspiradora?
Este libro procura contestar esas preguntas, sincera y directamente, mediante una simple declaración acerca de lo que creemos que es la verdad. Creo que este mensaje es enormemente importante y que todos los hijos de Dios—y esto incluye a todo el mundo—tienen el derecho de recibirlo para poder decidir por sí mismos si esto tiene validez alguna para ellos y para sus familias.
Mi esperanza mayor es que, una vez que haya terminado de leer este libro, usted cuente con una mejor comprensión—he aquí de nuevo esa palabra— del por qué nosotros sentimos esa necesidad de compartir con otros nuestras creencias. Y si ello surte un buen efecto en su vida, aun cuando sólo sea en cuanto a su disposición para comprender y relacionarse con sus amigos mormones y sus familias, tanto mejor.
¿Está listo para empezar? Comencemos entonces con un enfoque de la figura central de nuestra fe: el Señor Jesucristo.
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2 comentarios:
Muy decepcionada de su comunidad:
Deseo saber con quien puedo hablar y a que telefono, en Colombia o Peru, para comentarle mi queja y contrariedad al sentirme perjudicada por uno de sus miembros en ecuador, quien trabaja para su iglesia en el area de bienes raices. Espero su respuesta por lo que le agradezco de antemano.
Hola .....acabo de lee su sentimiento ...aún cuando no se el suceso ....si tal vez,lo refiriera....le podría ayudar a,quien acudir ....hmeza.lds@hotmail.com
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