LOS FRUTOS DEL EVANGELIO

CAPITULO OCHO

En 1969 viajé a México en compañía de otros tres hombres de negocios. Los tres eran personas de mucho éxito que habían logrado acumular grandes fortunas, tanto así que uno de ellos era considerado uno de los hombres más acaudalados del mundo. Juntos nos hallábamos viajando en el lujoso compartimento ejecutivo de un avión privado; un multimillonario, dos millonarios, y yo.

Durante el viaje, aquellos tres adinerados caballeros hablaron acerca de negocios que involucraban millones de dólares con la misma naturalidad con que otras personas podrían conversar sobre el partido de fútbol o la película que hubieran visto la noche anterior. A decir verdad, yo me sentía un tanto cohibido, especialmente cuando el multimillonario se dirigió a mí, preguntándome: "Y usted, Ballard, ¿qué es lo que hace en particular?"

"Pues bien," respondí, "después de escucharles hablar, me temo que no es gran cosa lo que hago."
A mi comentario respondieron con una apagada sonrisa, pero ninguno de ellos pareció estar en desacuerdo con mi evaluación de las circunstancias.

A medida que continuábamos nuestra conversación, sin embargo, pude percibir que, a pesar de toda su buena voluntad y de las obras que habían hecho con sus riquezas, lo más importante en la vida para el multimillonario era su deseo de acumular aún más dinero, el cual parecía ser la fuente de su poder y su prestigio personal. Su fortuna parecía ser lo que lo hacía feliz y sentirse orgulloso. Según pude apreciarlo, era su pasión, su obsesión, y la verdadera razón de su existencia.

En tanto que se refería a su imperio financiero internacional y su impresionante colección de bienes materiales, tuve la impresión de que por debajo de su orgullo materialista había una cierta desdicha producida por la falta de espiritualidad. El multimillonario no habló con entusiasmo de su familia ni de sus amigos y parecía no saber mucho acerca de la paz y la satisfacción verdaderas. El Evangelio de Jesucristo no formaba parte de su vida, pues en un momento de cavilación me dijo: "Yo no estoy seguro de que haya otra vida después de la muerte, pero si la hubiera no creo que habrá de importar mucho."

Era obvio que ninguna de las dos posibilidades—que la muerte fuera el fin mismo de la vida ni que hubiese una existencia sin reconocimiento o posesiones mundanales más allá de la tumba—le proveía consuelo alguno.

A mi regreso un par de días más tarde, mi esposa me esperaba en el aeropuerto. Ya en nuestro cómodo hogar en Salt Lake City, ella me preguntó si había disfrutado de aquellos momentos en compañía de la gente rica del mundo de los negocios. Después de un largo suspiro, le contesté: "Querida, quizás no tengamos mucho dinero ni otras cosas que tanta gente piensa que son importantes, pero tengo la impresión de que, de los cuatro hombres de negocios que viajamos juntos en aquel avión privado, yo soy el más feliz y, en cierto modo, el de mayor fortuna. Yo tengo bendiciones que el dinero no puede adquirir. Y tengo la satisfacción de saber que las cosas más importantes para mí—tú, nuestra familia, y mi amor por Dios—pueden perdurar para siempre."

No pude evitar el pensar en las palabras de nuestro Salvador a Sus discípulos, cuando les dijo: "No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan;

"Sino haceos tesoros en los cielos, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.

"Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón." (Mateo 6:19-21.)

El tesoro a que nos referimos es ese sentimiento de consuelo, de paz y de seguridad eterna. Por motivo de que yo sé que soy parte de un sagrado plan diseñado por un Padre Celestial que ama por igual a todos Sus hijos y quiere que cada uno de ellos logre un éxito sempiterno, no siento en mí apremio alguno por competir con nadie en procura del reconocimiento y las realizaciones del mundo.

Pero no me interprete mal, hay muchos hombres y mujeres en nuestra Iglesia que poseen grandes fortunas y que conocen y viven de acuerdo con el plan eterno de nuestro Padre Celestial. Sus contribuciones al reino de Dios, tanto espirituales como materiales, han sido y son de considerable magnitud. Todos anhelamos poder satisfacer las necesidades temporales de nuestras respectivas familias y tratamos de dar el mejor uso posible a los talentos que Dios nos ha dado.

Pero cuando consideramos las cosas desde el punto de vista de la eternidad, la fama y la popularidad son mucho menos importantes que el amar y ser amados; el nivel social significa muy poco cuando se lo compara con la voluntad para el servicio; y la adquisición de un conocimiento espiritual es infinitamente más significativo que la obtención excesiva de riquezas materiales.

Es este aspecto y su consiguiente tranquilidad espiritual y emocional lo que constituyen algunos de los frutos que se obtienen al conocer realmente el Evangelio de Jesucristo y vivir de conformidad con el mismo. Esclarece al entendimiento la relación entre Dios y nosotros y da significado y propósito a la vida de todo ser humano. Más que ser simplemente otro modo de adoración, es un modo de vivir. Influye en cada una de nuestras decisiones y realza cada una de nuestras relaciones humanas, aun la relación con uno mismo.

Al comprender que somos hijos de Dios y que El nos conoce personalmente, que nos ama y que se interesa por nosotros, sólo podemos contemplarnos desde un punto de vista muy especial. Y también consideramos a los demás con el convencimiento de que son nuestros eternos hermanos y hermanas que, como nosotros, están en el mundo tratando de adquirir conocimiento y de desarrollarse a través de experiencias terrenales—buenas y malas.

En este mundo en que vivimos, lleno de incertidumbre y frustración, ese conocimiento nos proporciona tranquilidad de conciencia que, por cierto, resulta ser un delicioso fruto del evangelio. ¡Cuán reconfortante y tranquilizador es saber que nuestra existencia tiene su propósito! ¡Cuánta bendición proviene de poder contar con el ancla sólida de valores morales específicos para vivir la vida! ¡Cuán emocionante es comprender que nuestras posibilidades finales son de carácter divino! ¡Cuánta certidumbre se adquiere al saber que existe una fuente de poder mucho mayor que la nuestra y que podemos recurrir a ella mediante la fe y la oración, como también al ejercer dignamente la autoridad del sacerdocio de Dios! Y ¡cuán alentador es saber que podemos disponer del fortalecimiento necesario para superar las pruebas cotidianas y encontrar la paz en este mundo tan lleno de inquietud y confusión!

Por supuesto que existen otros frutos que son tangibles e innegables. Siendo que nos conoce bien, nos ama y nos comprende, nuestro Padre Celestial nos ofrece, para vivir de conformidad con el evangelio, una serie de métodos diseñados para bendecirnos y fortalecernos individualmente y como familias. Algunos de estos frutos son:

La Palabra de Sabiduría: Si usted conoce algo acerca de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, probablemente sepa que sus miembros fieles no fuman y no toman bebidas alcohólicas, café ni té. Quizás haya aun elogiado usted a la Iglesia cada vez que ésta ha respaldado con firmeza las cada vez más frecuentes evidencias que indican cuán perjudiciales son esas cosas. Pero el hecho es que la Iglesia recibió instrucciones sobre el particular en 1833, como resultado de una revelación dada a José Smith para "la salvación temporal de todos los santos en los últimos días." p. y C89:2.)

Esta revelación, que se conoce como la Palabra de Sabiduría, es algo más que una simple lista de prohibiciones dietéticas, aunque haya gente dentro y fuera de la Iglesia que tienda a considerarla como tal. Aparte de las restricciones específicas en cuanto a las bebidas fuertes, el tabaco y las llamadas bebidas calientes, la Palabra de Sabiduría aconseja a sus adeptos que deben comer cereales, hierbas, frutas y legumbres, y que sólo coman carne mesuradamente.

¿Se asemeja esto al tipo de dieta diaria que recomendarían los expertos en nutrición contemporáneos? Por supuesto. Y lo harían refiriéndose a las investigaciones científicas, a la tecnología médica y sus años de preparación y experiencia profesional. Pero a los Santos de los Últimos Días se les ha enseñado durante varias generaciones que vivan conforme a ese código de salud, no solamente porque es beneficioso para nuestros cuerpos, sino porque nuestro Padre Celestial se lo reveló a un profeta de Dios en 1833 y nos prometió que había de bendecirnos por nuestra obediencia.

Y por cierto que hemos sido bendecidos. Un estudio realizado por científicos de la Universidad de California en Los Ángeles indica que, en comparación con la población general de los Estados Unidos, entre los Santos de los Últimos Días que cumplen la Palabra de Sabiduría se observa un promedio muy reducido de casos de cáncer y de enfermedades del corazón.

El Dr. James Enstrom, de la Facultad de Salud Pública de la citada universidad ha explicado que el estudio reveló notables diferencias en los índices de mortalidad entre los mormones que, conscientes de la salud, observan en particular tres normas, a saber: nunca fuman, practican con regularidad ejercicios físicos y duermen metódicamente de siete a ocho horas diarias. Por ejemplo, el índice de longevidad de un miembro de la Iglesia varón de veinticinco años de edad que cumpla con estas normas, es de ochenta y cinco años, comparado con el índice de setenta y cuatro años del varón típico de los Estados Unidos. (Véase "Health Practices and Cancer Mortality Among Active California Mormons," James E. Enstrom, Journal of the National Cancer Institute, 6 de December de 1989, pags. 1807-1814.)

Todo esto corrobora totalmente la promesa que el Señor hizo en 1833 en cuanto a la Palabra de Sabiduría: "Y todos los santos que se acuerden de guardar y hacer estas cosas, rindiendo obediencia a los mandamientos, recibirán salud en el ombligo y médula en los huesos;
"Y hallarán sabiduría y grandes tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos;
"Y correrán sin fatigarse, y andarán sin desmayar." (D. y C. 89:18-20.)

Es evidente que el Señor cumple las promesas que hace a Sus hijos. De igual modo, el privilegio de conocer y recibir las bendiciones que se prometen en la Palabra de Sabiduría es otro de los frutos que produce la vida cuando se basa en el Evangelio de Jesucristo.

Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña el mismo código de pureza sexual que ha existido en el pueblo de Dios desde el principio de los tiempos, inclusive la pureza de pensamiento, la total abstinencia sexual antes del casamiento y la completa fidelidad en el matrimonio. La observancia de estas normas es la única manera de evitar confiadamente las lamentables consecuencias de la inmoralidad que tanto afectan hoy en día a nuestra sociedad.

El profeta Spencer W. Kimball dijo unos años antes de su muerte: "Declaramos con firmeza y terminantemente que [la moralidad] no es una vestimenta desgastada, desteñida, anticuada o deshilada. Dios es hoy el mismo que ayer y para siempre, y Sus convenios y doctrinas son inmutables; y cuando se enfríe el sol y dejen de brillar las estrellas, la ley de castidad aún continuará siendo la ley básica de Dios en el mundo y en la Iglesia del Señor. La Iglesia sostiene los antiguos valores morales, no porque sean antiguos sino porque a través de los siglos han demostrado ser correctos. Y ésa será siempre la norma." ("President Kimball Speaks Out on Morality," Ensign, noviembre de 1980, pág.94.)

Las normas del Señor en cuanto a la pureza sexual no son una simple cuestión de adoptar otro estilo de vida en un mundo harto de preocupaciones y paranoia. Quienes observan la pureza sexual en su vida por cierto que no han de sufrir las consecuencias emocionales del placer efímero ni la congoja espiritual del compromiso no correspondido o la desilusión moral resultante de una relación en la que la satisfacción carnal tiene prioridad sobre la responsabilidad personal. Por el contrario, se preparan para las excelentes posibilidades de un matrimonio edificado sobre los cimientos de la confianza, la dedicación y el respeto mutuos.

Yo he tenido la oportunidad de oficiar en muchas ceremonias matrimoniales de esta clase y es algo maravilloso poder ver y apreciar el vigor de la pureza que irradian el corazón y el alma de los jóvenes que han sabido obedecer los mandamientos de Dios. Y ¡qué bendición es para ellos poder mirarse en los ojos sabiendo que han logrado preservar esa parte tan íntima y personal de ambos hasta el momento de cumplir con las promesas y los convenios matrimoniales! Las relaciones sexuales son para esas parejas un medio de comunicación, una manera de expresar esos sentimientos íntimos para los cuales no hay palabras adecuadas.

Ello constituye la forma natural más sublime de unir a dos seres humanos. Y cuando el resultado que se anhela es la procreación de un nuevo ser, permite que el hombre y la mujer entrelacen sus manos con las manos de Dios en el cumplimiento de uno de los propósitos más importantes de la vida terrenal y uno de los elementos fundamentales del eterno plan de nuestro Padre Celestial.
Si esto parece ser algo anticuado, así sea. Pero también tiene el beneficio de ser verdadero y justo. Y un fruto más del árbol del evangelio. ¡Imaginemos cómo sería el mundo si todo hombre y toda mujer observaran esta ley!

Servicio misional: Jesús encomendó a Sus discípulos: "Id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado." (Mateo 28:19-20.) En una ocasión más reciente, nuestro Salvador enseñó a Sus discípulos de los últimos días: "Todo hombre que ha sido amonestado, amoneste a su prójimo." D. y C. 88:81.)

Por esto es que, todos los años, miles de hombres y mujeres jóvenes solteros, como así también matrimonios de mayor edad, se alejan por un tiempo de su hogar, su familia y sus amigos para servir al Señor como misioneros en diversas partes del mundo, pagando sus propios gastos o mantenidos por su propia familia—aun cuando, en realidad, en su mayoría habrán de sentirse algo incómodos al llamar a sus puertas. Pero no sólo son portadores de un mensaje de eterna trascendencia, sino que también han recibido el mandamiento divino de compartirlo con todos.

Esta es razón suficiente para que los Santos de los Últimos Días tengamos el fuerte deseo de servir como misioneros. Y doquiera que sirvamos al Señor, seremos bendecidos. Muchos de nuestros misioneros comienzan su labor misional con la convicción de que, al servirle durante dieciocho o veinticuatro meses, están retribuyendo a nuestro Padre Celestial Sus bondades. Pero al poco tiempo reconocen una importante verdad eterna: que nunca podríamos hacer por el Señor más de lo que El hace por nosotros.

A través de los años he observado a un gran número de misioneros cumplir con su llamamiento y he podido ver cuántas cosas extraordinarias han sucedido en su vida personal y en la vida de sus familiares. La obra a la que son llamados es rigurosa y, a veces, desalentadora. Pero al tener la certeza de que están al servicio de Dios, logran cumplir con gran valor sus labores. A quienes quieren saber si nuestra iglesia es verdadera, con frecuencia les sugiero que dediquen algunas horas a trabajar con nuestros misioneros. No requiere mucho tiempo descubrir que es imposible hacer todo lo que hace a diario un misionero sin tener la convicción de que lo que está haciendo es justo y verdadero.

El Señor bendice tanto a Sus misioneros como a las personas a quienes ellos enseñan y bautizan. Por eso es que aprenden con asombrosa rapidez y destreza los más difíciles idiomas. Sus familias, aun cuando algunas de ellas suelen tener a veces dificultades económicas, siempre encuentran inesperadamente los medios para mantenerles. Las debilidades se transforman en fortaleza, los problemas se constituyen en oportunidades para aprender, las tribulaciones dan lugar a las realizaciones y aun las adversidades llegan a ser toda una aventura al servicio del Señor—otro fruto más del evangelio.

Un ministerio laico: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no cuenta con un clero profesional y remunerado. En todo el mundo, la Iglesia funciona y se administra por medio de sus miembros en los barrios y ramas (que así llamamos a nuestras congregaciones), quienes son llamados a ocupar diferentes cargos mediante la inspiración del Espíritu Santo. Y esto es algo extraordinario, especialmente si se considera el hecho de que el programa de la Iglesia para cada una de estas congregaciones incluye lo siguiente:

—clases para el sacerdocio, el cual comprende a todos los miembros varones mayores de doce años de edad;
—la Sociedad de Socorro, la organización de mujeres más antigua y de mayor número de miembros, la cual pone de relieve y exhorta a la espiritualidad, el servicio y el hermanamiento;
—la organización de Mujeres Jóvenes, para jovencitas de doce a dieciocho años de edad;
—la Primaria, organización que tiene la responsabilidad de la educación religiosa de los niños menores de doce años de edad;
—la Escuela Dominical, que tiene a su cargo la enseñanza de las Escrituras a todos los miembros mayores de doce años de edad;
—los programas del Sacerdocio Aarónico para jovencitos de doce a dieciocho años de edad, el cual comprende a los Boy Scouts;
—y una amplia variedad de programas y actividades adicionales, incluso la obra genealógica (el estudio de la historia familiar), coros musicales, bibliotecas, eventos sociales y la obra misional.

Esto abarca muchas cosas, pues mantener un barrio eficazmente organizado es una ardua tarea y requiere, durante todo el año, un gran esfuerzo y el servicio dedicado de decenas de miembros. Pero ello produce abundantes bendiciones tanto para los que prestan ese servicio como para los que lo reciben. El programa total de la Iglesia ha sido diseñado para que sus miembros puedan tener una gran variedad de experiencias y oportunidades que les ayuden a "venir a Cristo." Un hombre podría servir durante cinco o seis años como obispo del barrio, siendo así responsable del bienestar espiritual y temporal de quinientos miembros del mismo— hombres, mujeres y niños. Al cabo de ese tiempo es relevado de su cargo y quizás dos semanas más tarde se lo llame para que enseñe a unos siete u ocho jóvenes en la Escuela Dominical.

Y así es como debe ser, porque los cargos en la Iglesia se asignan alternadamente. Prestamos nuestro servicio donde se nos llame y contribuimos al bienestar de todos en la manera que mejor podemos. Y al hacerlo, disfrutamos del gozo que el servicio proporciona y facilitamos la unión entre nuestros hermanos y hermanas en la fe y, no por coincidencia, nos acercamos más a Dios.

Por supuesto que el servicio en la Iglesia crea algunos problemas especiales para nuestros miembros. Como probablemente ya lo sepa usted, ser miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no consiste solamente en asistir a las reuniones de los domingos, sino en un método de vida. En consecuencia, durante la semana tenemos actividades que nos ofrecen oportunidades para la participación y el servicio; la Noche de Hogar, actividades y proyectos de servicio para la juventud, la asistencia al templo, fiestas del barrio, reuniones de Scouts, programas de la Sociedad de Socorro, clases de capacitación para el liderazgo y muchas cosas más. Y a raíz de nuestra activa participación en los programas de la Iglesia y de la familia, a veces se nos considera como personas indiferentes o desinteresadas en cuanto a lo que acontece en nuestros vecindarios y en la comunidad.

No crea usted que estoy tratando de justificar nuestra inactividad en esos asuntos. Reconocemos la necesidad de ser buenos vecinos y ciudadanos en nuestras comunidades. Y si cuando nuestros miembros parezcan estar muy atareados usted les preguntase a qué se debe su apresuramiento, es probable que le sorprenda enterarse de todo lo que hacen en diversos aspectos, incluso algún servicio para el beneficio de la comunidad misma.

Nosotros nos mantenemos siempre activos e interesados en todo lo que, de una manera u otra, contribuya a hacer del mundo un lugar mejor para vivir. La Iglesia ha demostrado ser una de las primeras organizaciones en acudir con suministros y voluntarios cuando la tragedia afecta a alguna comunidad. Y la capacitación para el liderazgo que la Iglesia provee a sus ministros laicos ha servido para facilitar a las comunidades y a diversas organizaciones de servicio en todo el mundo, la ayuda de un sinnúmero de personas desinteresadamente dedicadas al servicio al prójimo—otro fruto más del evangelio.

La ayuda a la manera del Señor: Refiriéndose al juicio final, nuestro Salvador enseñó a Sus discípulos lo siguiente: "Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los santos ángeles con él, entonces se sentará en su trono de gloria,
"y serán reunidas delante de él todas las naciones; y apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos.

"Y pondrá las ovejas a su derecha, y los cabritos a su izquierda.

"Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.

"Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis;

"estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí.
"Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber?

"¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos?

"¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti?

"Y respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis." (Mateo 25: 31-40.)

Nosotros, en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, tomamos muy en serio estas instrucciones. La Iglesia dedica enormes cantidades de energía, de esfuerzos y de medios, tanto a nivel local como internacional, para ayudar a los necesitados, tal como el Señor lo haría.

El primer domingo de cada mes, los Santos de los Últimos Días se abstienen de dos comidas y donan entonces a la Iglesia el dinero equivalente a su costo para sus programas de ayuda a la gente menos privilegiada en todo el mundo. Muchos donan aun sumas adicionales. Ese dinero, al que nos referimos como las ofrendas del ayuno, se utiliza para fines humanitarios.

Tales fines humanitarios son, sin embargo, de diversa naturaleza. Cuando los miembros sufren dificultades económicas, por lo general acuden a sus propias familias y a la Iglesia en vez de recurrir a los programas de las agencias gubernamentales. Por medio de los programas de bienestar de la Iglesia, sus miembros disponen de diversos servicios de ayuda que incluyen la obtención de empleo, el asesoramiento personal y el planteamiento económico.

En depósitos especiales, llamados almacenes del obispo, la Iglesia mantiene reservas alimentarias, ropas y otros artículos para los necesitados y, en ciertas circunstancias, podría proveerles asimismo ayuda monetaria. Los beneficiarios tienen también la oportunidad de retribuir esa ayuda al desempeñar determinados trabajos y de esa forma conservar su dignidad al hacer sus contribuciones para el bienestar de otros, a pesar de su situación personal.

A un nivel más amplio, la Iglesia participa en numerosos programas humanitarios alrededor del mundo. Algunos de ellos son de operación continua, mientras que otros se ponen en funcionamiento para atender las necesidades resultantes de las inundaciones, los terremotos y los estragos del hambre. Aunque los Santos de los Últimos Días somos conocidos por "cuidar de los nuestros" mediante los programas de bienestar de la Iglesia, también tenemos un interés genuino en que el mundo sea un lugar mejor, más seguro y humanitario donde vivir.

En 1985, por ejemplo, los Santos de los Últimos Días observaron dos días de ayuno especial y donaron voluntariamente unos seis millones de dólares para el programa de ayuda a los damnificados de las grandes sequías en África y otros lugares del mundo.

En aquella ocasión, yo fui testigo del uso dado a tales donaciones cuando la Primera Presidencia de la Iglesia me asignó que viajara con el Director Administrativo de nuestro programa de Servicios de Bienestar en Etiopía, donde tuvimos que evaluar las necesidades de la gente y determinar la mejor manera de recaudar fondos de ayuda.

Trabajando en cooperación con varias organizaciones internacionales de ayuda humanitaria, visitamos algunas aldeas remotas en aquel árido país. La tierra era la más desolada que yo jamás había visto. Toda zona fértil había desaparecido y no existían árboles ni rastros de vegetación. Nunca olvidaré las filas de mujeres que esperaban poder llenar sus vasijas de agua para después llevarlas sobre sus hombros hasta sus hogares, en caminatas lentas de quince a cuarenta kilómetros de distancia.

Visitamos los campamentos y puestos de alimentación de la Cruz Roja donde se atendía a los enfermos graves. El sufrimiento de tanta gente acongojó mi corazón. Los niños pequeñitos se aferraban a nosotros cuando sus padres los traían para ver qué podíamos hacer por ellos. Muchos mostraban heridas infestadas y otras enfermedades atroces. Había madres que, recostadas en camillas, trataban de alimentar y de consolar a sus hijitos, muchos de los cuales tenían los ojos hundidos y sólo huesos en las piernas y en los brazos a causa de su avanzada inanición.

Un anciano nos suplicó que nos lleváramos con nosotros a un pequeñito que traía consigo en sus brazos. En uno de los puestos de abastecimiento vimos a miles de seres humanos que esperaban su turno para recibir bolsas que contenían unos 150 kilos de trigo. Estos afanosos etíopes cargaban entonces esas bolsas sobre sus hombros. Algunos de ellos eran lo suficientemente jóvenes como para soportar el peso, pero otros eran ancianos y caminaban con gran dificultad. Sin embargo, con la espalda sumamente encorvada, iniciaban trastabillando pero decididos la penosa marcha de regreso a sus aldeas.

Recuerdo que una vez nos detuvimos para almorzar en un paraje. Apenas hubimos abierto los paquetes de comida, un grupo de niños nos rodeó extendiendo sus manos, frotándose el vientre y tocándose los labios. No pudimos, por supuesto, comer nada y, cortando en trozos nuestros alimentos y algunas frutas que llevábamos, los distribuimos entre aquellas desdichadas criaturas.
La visita a Etiopía fue una de las experiencias más angustiosas de mi vida, pero dejó una indeleble impresión en mi corazón y en mi mente. ¡Cuán grande fue mi agradecimiento por el principio del ayuno y por los miembros de la Iglesia que tan generosamente habían hecho sus donaciones, posibilitándonos así que contribuyéramos al socorro del pueblo de Etiopía.

La ley del diezmo: Al habernos referido a nuestros esfuerzos humanitarios y a las donaciones de nuestros miembros mediante las ofrendas del ayuno, quizás se pregunte usted de dónde procede el dinero que la Iglesia necesita para solventar sus gastos. En primer lugar quiero mencionar nuevamente que las donaciones recibidas de las ofrendas del ayuno se utilizan exclusivamente para ayudar a los pobres y a los necesitados. El dinero para cualquier otro propósito proviene de una contribución adicional de los miembros de la Iglesia: el diezmo.

La ley del diezmo fue instituida en épocas del Antiguo Testamento. Sabemos, por ejemplo, que Abraham pagó diezmos al gran sumo sacerdote Melquisedec (véase Génesis 14:17-20). Y Malaquías, el último profeta del Antiguo Testamento, advirtió al pueblo que, si no pagaban debidamente sus diezmos y sus ofrendas, estaban en cierta forma robando al Señor:

"Traed todos los diezmos al alfolí, y haya alimento en [la casa de Dios]." (Malaquías 3:10.)

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días enseña a sus miembros la ley del diezmo, que consiste en donar una décima parte de nuestros ingresos para la edificación del reino de Dios sobre la tierra. Con ese dinero la Iglesia edifica y mantiene sus capillas, sus templos y sus instituciones de enseñanza. Asimismo, suministra materiales en más de cien idiomas para la instrucción y la capacitación de sus miembros en todo el mundo.

El dinero procedente de los diezmos se utiliza también para solventar los gastos administrativos internacionales y para proveer los presupuestos de todas sus congregaciones, incluso los costos de servicios públicos.

Los fondos del diezmo se consideran sagrados y se administran con mucho cuidado, humildad y sentido común. La Iglesia no tiene deudas económicas. No existe en ella tal cosa como la operación deficitaria y todos sus edificios han sido pagados en su totalidad antes de su dedicación.

Quienes autorizan pagos con dinero de los diezmos, nunca lo hacen sin considerar antes el sacrificio de los miembros que tan devotamente lo han donado. Pero también somos conscientes de las promesas que el Señor ha hecho a Sus fieles. De acuerdo con Malaquías, Dios ha prometido:

"Os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde.

"Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos.

"Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos." (Malaquías 3:10-12.)

Una vez más, el Señor promete frutos maravillosos a cambio de nuestra obediencia a las enseñanzas del evangelio.

Por supuesto que podemos mencionar otros frutos, como ser:

—los frutos de la educación de las personas que creen que "la gloria de Dios es la inteligencia" (D. y C. 93:36) y que "cualquier principio de inteligencia que logremos en esta vida se levantará con nosotros en la resurrección" (D. y C. 130:18). Por medio de sus programas de seminarios e institutos en todo el mundo, el Sistema Educativo de la Iglesia enseña el evangelio a decenas de miles de jóvenes;

—los frutos de la certidumbre, la seguridad y del sentido de colectividad que se obtienen al pertenecer a una iglesia que se preocupa por sus miembros y por eso designa a maestros orientadores y maestras visitantes para que les visiten mensualmente en sus hogares a fin de asegurarse de que gocen de buena salud, sean felices y se encuentren espi-ritualmente bien;

—los frutos provenientes de una vida equilibrada y saludable en la que se presta tanta atención al desarrollo y al enriquecimiento espirituales así como a las necesidades físicas, económicas y sociales;

—y los frutos combinados de una existencia guiada por las tradicionales virtudes de la honradez, la integridad, la moralidad, el sacrificio y la fidelidad.

A juzgar por estos pocos ejemplos, ¿cree usted acaso que estoy jactándome? Si así fuera, perdóneme. Nosotros no alegamos tener la exclusividad en el mercado de la virtud ni presumimos que los Santos de los Últimos Días vivan sin problemas ni intereses mundanos. Pero creemos con toda honradez y sinceridad que Dios nos ha dado algo muy especial, algo que realmente merece compartirse. Y por eso es que le pido que considere los frutos que produce la vida que los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días vivimos, porque nuestro Salvador mismo ha dicho:

"Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?
"Así, todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos.
"No puede el buen árbol dar malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos.
"Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego.
"Así que, por sus frutos los conoceréis." (Mateo 7:16-20.)

.

No hay comentarios: