LA IGLESIA DE JESUCRISTO

CAPITULO U N O

Se estaba poniendo el sol en aquel agitado domingo en 1948, cuando me encontraba en Nottingham, Inglaterra, durante mi primera misión para La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Yo acababa de tener con otros misioneros una provechosa serie de contactos, en los que habíamos ofrecido nuestro mensaje a los transeúntes en la Plaza Nottingham.

Un caballero nos había preguntado, "¿Qué les hace pensar a ustedes, los americanos, que pueden venir aquí y enseñarnos lo que es el cristianismo?"

Esa era una pregunta muy común y, a mi parecer, legítima. A menos que estuviéramos en condiciones de ofrecer algún concepto o conocimiento que la gente no pudiera recibir en otro lugar, no había en realidad razón alguna para que se nos escuchara. Afortunadamente, nosotros teníamos ese mensaje—un mensaje único y de enorme significado eterno—y tuve la satisfacción de responderle a aquel caballero con mi testimonio. Mantuvimos una conversación muy animada e interesante y pude sentir el espíritu del Señor cuando le expliqué el mensaje del Evangelio de Jesucristo.

Aquel espíritu me acompañaba aun al atardecer mientras, de regreso a casa, caminábamos a orillas del río Trent.

Aquél había sido un largo día, no muy desalentador pero sí fatigante, colmado de reuniones y de los servicios relacionados con mis funciones como líder de misioneros y miembros de la Iglesia en Nottingham. Al caminar, podía oír el tranquilizador murmullo del río y sentir que mis pulmones se llenaban del aire húmedo y pesado de Inglaterra. Pensaba en los misioneros confiados a mi responsabilidad y en los Santos de los Últimos Días en Nottingham que me consideraban—a mí, un joven norteamericano de veinte años de edad—su líder. Y también pensaba en aquel caballero y su pregunta, y en el sincero testimonio que le ofrecí como respuesta.

Al caminar junto al río, cansado pero feliz y contento por mi labor, me acometió un profundo sentimiento de paz y comprensión. Fue en ese preciso momento que llegué a saber que Jesucristo me conocía, que me amaba y que guiaba nuestros esfuerzos misionales. Por supuesto que yo siempre había creído en estas cosas, ya que eran parte del testimonio que había expresado sólo un par de horas antes. Pero de alguna manera, en aquel instante en que las recibí como una revelación, mi creencia se transformó en conocimiento. No había visto visión alguna ni oído voces, pero no habría podido aceptar con mayor convicción la realidad y la divinidad de Cristo aunque El mismo se hubiera presentado ante mí y pronunciado mi nombre.

Aquella experiencia sirvió para modelar mi vida. Desde aquél día hasta hoy, cada una de mis decisiones importantes se ha basado en mi testimonio en cuanto al Salvador. Nunca he podido, por ejemplo, participar en ciertas actividades profesionales que no armonizan con la manera en que Jesús habría participado en los negocios. Hemos procurado fundamentar toda decisión familiar de importancia en lo que el Señor esperaría de nosotros—no importa lo que fuere. Aun nuestras relaciones personales han estado cimentadas en el amor—el amor a Cristo y Su amor por nosotros.

Así es todo cuando Jesucristo constituye algo real en nuestra vida. No es que El nos haga hacer cosas que de otro modo no haríamos, sino que tenemos la disposición a hacer lo que El mismo haría y responder como respondería, a fin de poder vivir nuestra vida en armonía con la Suya. Y es muy interesante lo que sucede cuando uno trata de seguir las huellas de Cristo. Si nos concentramos en tratar de proceder como El lo hiciera—con amor y caridad, sirviendo y obedeciendo a cada paso— un día podremos darnos cuenta de que Su sendero nos habrá conducido directamente hasta el trono de Dios. Porque éste es y ha sido siempre Su propósito y misión: guiarnos hacia nuestro Padre Celestial, a fin de que podamos morar con El en Su hogar eterno.

Sin embargo, en lo que respecta a los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, esa misión del Salvador no comenzó en la cuna de un pesebre de Belén. Antes bien se remonta a un tiempo mucho más lejano, cuando todos vivíamos como hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. No teníamos entonces un cuerpo de carne y huesos como tenemos ahora, sino que la esencia de nuestro ser—o en otras palabras, nuestra persona espiritual—existía con el resto de los hijos espirituales de nuestro Padre Celestial.

Jesús era el mayor de estos espíritus, el primogénito (Salmos 89:27), y ocupaba un lugar de honor con el Padre "antes que el mundo fuese" (Juan 17:5). En Su condición de tal, ayudó a poner en práctica el plan que nos traería a la tierra, donde obtendríamos un cuerpo físico y experimentaríamos las vicisitudes de la vida mortal, a fin de poder desarrollar nuestra capacidad para obedecer los mandamientos de Dios, una vez que los hubiéramos recibido y entendido. Jesús, conocido por el nombre de Jehová en el Antiguo Testamento (y para entender este concepto en las Escrituras, compare Isaías 44:6 con Apocalipsis 1:8, Isaías 48:16 con Juan 8:56-58, e Isaías 58:13-14 con Marcos 2:28), aun ayudó a crear la tierra en la cual vivimos (véase Juan 1:1-3 y Colosenses 1:15-17); y como uno de los tres miembros de la Trinidad compuesta por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, Jesús representó al Padre Celestial en Sus comunicaciones con los profetas y patriarcas de la antigüedad.

Cuando llegó el momento en que había de nacer en la carne, Jesús fue concebido como el "unigénito del Padre." (Juan 1:14.) Por medio de Su madre, María, recibió algunas de las debilidades propias de los seres mortales, las cuales habían de ser de gran importancia para Su misión preordenada, y tantas veces predicha, de tener que sufrir y morir por los pecados de toda la humanidad. Por medio de Su Padre Eterno, recibió asimismo ciertos poderes exclusivos de la inmortalidad, lo que le proporcionó la capacidad para vivir una vida sin pecado y, finalmente, superar los efectos de Su propia muerte y de la nuestra.

Usted estará probablemente familiarizado con el relato bíblico de la vida y ministerio de Cristo. Sus amigos mormones creen cabalmente en esa historia y también en algunas informaciones adicionales que se encuentran en el Libro de Mormón: Otro Testamento de Jesucristo. Más adelante nos referiremos al Libro de Mormón con mayores detalles, pero por ahora sólo quiero citar una parte de su portada en la que se informa a los lectores que una de las principales razones por las que se preservaron los pasajes sagrados que el libro contiene es "convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo, el Eterno Dios, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones."

El hecho de que Jesucristo había de ser el centro mismo de adoración para los cristianos en todo el mundo es, en sí, un milagro. Porque, en realidad, la misión terrenal del Salvador fue breve. Su vida mortal duró treinta y tres años, y Su ministerio eclesiástico solamente tres. Pero en esos últimos tres años enseñó a la familia humana todo lo que debemos hacer para poder recibir las bendiciones que nuestro Padre Celestial nos ha prometido a cada uno de nosotros, Sus hijos. Mediante Su fe y Su autoridad, el Salvador realizó milagros maravillosos, desde la conversión de agua en vino en la fiesta de bodas de Caná hasta la resurrección de Lázaro. Y concluyó Su ministerio humano consumando el hecho más increíble en la historia del mundo: la Expiación.

Es imposible describir con palabras el significado cabal de la expiación de Cristo. Sobre este tema se han escrito innumerables volúmenes. Permítame, no obstante, que para nuestro objetivo, explique en términos breves y sencillos lo que la expiación de Jesucristo significa para mí—y lo que podría significar para usted.

Recuerdo haber leído una vez algo acerca de un bombero en una ciudad de los Estados Unidos, el cual había acudido al rescate de varios niños atrapados en el incendio de una vivienda. Mientras sus camaradas luchaban para evitar que el fuego se propagara a otros edificios adyacentes, aquel hombre entraba y salía repetidamente en la casa, sacando cada vez a un niño en sus brazos. Después de rescatar a cinco niños, se lanzó de nuevo hacia aquel infierno. Los vecinos le gritaban que no había ya ningún otro niño en esa familia, pero él insistió en que había visto a una criatura en una cuna y entró corriendo en medio del violento incendio.

Momentos después de que el bombero hubo desaparecido entre las llamas y el humo, se produjo una terrible explosión que sacudió el edificio, derrumbándolo. Pasaron varias horas antes de que los bomberos pudieran localizar el cadáver de su colega. Lo encontraron en uno de los cuartos, cerca de una cuna y protegiendo con su cuerpo un muñeco—casi intacto—del tamaño de un niño.
Para mí, ésta es una historia asombrosa. Me emociona pensar en la devoción de aquel valeroso y abnegado bombero, y agradezco que en el mundo haya hombres y mujeres dispuestos a arriesgar su vida para beneficio de otros.

Ante tal ejemplo de heroísmo, sin embargo, pienso en el acto más heroico de todos los tiempos que el propio Hijo de Dios llevara a cabo en favor de la humanidad. En un sentido verdaderamente real, toda la humanidad—en el pasado, el presente y el futuro—se encontraba atrapada tras una muralla de llamas atizadas e intensificadas por motivo de nuestra propia incredulidad. El pecado separaba de Dios a los mortales (véase Romanos 6:23) y así había de ser para siempre a menos que se contara con un medio que apagase las llamas del pecado y nos rescatase de nosotros mismos. Esto no iba a ser fácil, porque requería el sacrificio de un Ser inmaculado que estuviera dispuesto a pagar el precio de los pecados de toda la humanidad, entonces y para siempre.

Afortunadamente, fue Jesucristo quien desempeñó con heroísmo el papel más importante en dos escenarios de la antigua Jerusalén. El primer acto lo ofreció en silencio y de rodillas en el Jardín de Getsemaní. Allí, en aquella soledad apacible entre olivos retorcidos y sólidas rocas, y en una manera tan increíble que ninguno de nosotros puede comprender cabalmente, el Salvador tomó sobre Sí los pecados del mundo. Aun cuando Su vida era pura y sin mácula, El pagó el precio de los pecados—los de usted, los míos y los de todo ser mortal. Su agonía mental y emocional fue tanta que causó que sudara sangre por cada poro de Su piel (véase Lucas 22:44). Y sin embargo, lo hizo por voluntad propia a fin de que todos pudiéramos tener la oportunidad purificadora del arrepentimiento mediante la fe en Jesucristo, sin la cual ninguno de nosotros sería digno de entrar en el reino de Dios.

El segundo acto tuvo lugar pocas horas más tarde en las cámaras de tortura de Jerusalén y en la cruz del monte Calvario, donde Jesús sufrió la agonía de un riguroso interrogatorio, crueles azotes y, en la crucifixión, la muerte. Nuestro Salvador no tenía por qué padecer esas cosas. Como Hijo de Dios, tenía poderes para alterar la situación en muchas maneras. No obstante, permitió que lo golpearan, se abusara de El, lo humillaran y le quitaran la vida a fin de que todos nosotros pudiéramos recibir el inapreciable don de la inmortalidad. El sacrificio expiatorio de Jesucristo fue una parte horrorosa pero indispensable del plan que nuestro Padre Celestial tenía en cuanto a la misión terrenal de Su Hijo. Merced a que Jesús padeció la muerte y triunfó luego sobre la misma en virtud de Su resurrección, todos nosotros recibiremos el privilegio de la inmortalidad.

Este don se otorga libremente a todo ser humano, no importa su edad ni sus actos buenos o malos, mediante la gracia amorosa de Jesucristo. Y a todos los que decidan amar al Señor y demostrar su amor y su fe en El al cumplir Sus mandamientos, la Expiación les ofrece la promesa adicional de la exaltación, o sea el privilegio de vivir para siempre en la presencia de Dios.
Con frecuencia los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días cantan el himno "Asombro me da," cuyas palabras expresan lo que yo siento cuando considero el benevolente sacrificio expiatorio del Salvador:

Asombro me da el amor
que me da Jesús,
Confuso estoy por su gracia
y por su luz;
Y tiemblo al ver que por mí
él su vida dio,
Por mí, tan indigno, su sangre
se derramó.
¡Cuán asombroso es
que él me amara a mí,
rescatándome así!
¡Sí, asombroso es
siempre para mí!

Ante tal sentimiento que los Santos de los Últimos Días tienen por Jesucristo y Su maravillosa expiación, quizás usted se habrá preguntado cómo es que nunca ha visto a sus vecinos mormones luciendo al cuello una cadena con un crucifijo o por qué no usan la cruz como ornamento en los edificios y en la literatura de su iglesia. La mayoría de los cristianos utilizan la cruz como un símbolo de su devoción a Cristo o como una representación de Su crucifixión en el Calvario. Entonces, ¿por qué los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días no hacen lo mismo?

Nosotros veneramos a Jesús. El es la Cabeza de nuestra Iglesia, la cual lleva Su nombre. El es nuestro Salvador y Redentor y lo amamos mucho. Es por Su intermedio que adoramos

y oramos a nuestro Padre Celestial. Inmensa es nuestra gratitud por el poder fundamental y maravilloso que Su expiación ejerce en la vida de cada uno de nosotros.

Sin embargo, aunque el solo pensar en la sangre que derramó por nosotros en Getsemaní y en el Calvario llena nuestro corazón de un aprecio profundo, no es únicamente significativo para nosotros que El haya muerto. Nuestra esperanza y nuestra fe radican en la íntima comprensión de que El vive en la actualidad y que por medio de Su espíritu continúa guiando y dirigiendo Su Iglesia y a Su gente. Nos gozamos en el conocimiento de un Cristo viviente y reconocemos con reverencia los milagros que realiza hoy en la vida de todos los que tienen fe en El. Es por eso que preferimos no atribuir tanta preponderancia a un símbolo que sólo representa Su muerte.

Nosotros creemos que únicamente si concentramos nuestra atención en el Salvador y edificamos nuestra vida sobre los firmes cimientos que la Expiación y el evangelio nos proveen, estaremos preparados para resistir las provocaciones y las tentaciones que son tan comunes hoy en el mundo.

En el Libro de Mormón, un profeta llamado Nefi lo explica así:
"Por tanto, debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres. Por tanto, si marcháis adelante, deleitándoos en la palabra de Cristo, y perseveráis hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna.
"Y ahora bien... ésta es la senda; y no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el hombre pueda salvarse en el reino de Dios." (2 Nefi 31:20-21.)

Por esta razón, nuestra creencia en Cristo no es algo pasivo. Nosotros creemos que El y nuestro Padre Celestial continúan hoy atendiendo las necesidades de la humanidad por medio de la inspiración y la revelación. Los líderes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días actúan bajo Su divina dirección, tal como lo hicieron los antiguos apóstoles y profetas cuando Su Iglesia se encontraba organizada en la tierra. Nuestra fe es algo activo y vibrante que dedicamos al servicio del Señor y a llevar a cabo todo lo que El haría si estuviera en persona entre nosotros.

Cuando hacemos Su voluntad, sentimos Su espíritu, una presencia que nos entibia el alma con valor y fe y nos acerca más a El. Y al acercarnos a El, aprendemos a amarle y a amar a nuestro Padre Eterno, y les demostramos nuestro amor al guardar Sus mandamientos—lo cual nos facilitará la tarea de llegar a ser como Ellos.

No es que realmente podamos llegar a ser como Jesús, pero al dedicarnos a El—espiritual, física y emocional-mente—nuestra vida recibe la amorosa orientación de Sus bendiciones. Ello influirá toda decisión que adoptemos desde ese momento en adelante, porque hay ciertas cosas que un hombre o una mujer que ama a Cristo no haría jamás. Nuestras acciones van ajustándose a una disciplina y nuestras relaciones son más honradas; aun nuestro lenguaje se purifica cuando vivimos la vida conforme a Jesucristo y Sus enseñanzas. En otras palabras, una vez que nuestro corazón y nuestra alma asimilan el espíritu de Cristo, nunca volveremos a ser como éramos antes de ello.

Esto no significa que de pronto hayamos llegado a ser perfectos. Ninguno de nosotros puede lograrlo en esta vida, y por eso es que estamos tan agradecidos por el don del arrepentimiento merced a nuestra fe en Cristo. Ello quiere decir que tratamos constantemente de cumplir con la responsabilidad de ser verdaderos discípulos de Cristo, no porque le tengamos temor a El o a nuestro Padre Celestial, sino porque les amamos y deseamos servirles.

La mayor satisfacción que proviene de vivir una vida fundamentada en Cristo, está en cómo nos hace sentir íntimamente. Es difícil adoptar una actitud negativa acerca de las cosas cuando nuestra vida está inspirada en el Príncipe de Paz. Todavía tendremos problemas. Todo el mundo los tiene. Pero la fe en el Señor Jesucristo es un poder que deberá reconocerse en la vida—universal e individualmente. Esa fe puede constituir una fuerza trascendente mediante la cual se producen los milagros. También puede ser una fuente de fortaleza interior por la que podemos lograr la dignidad propia, la tranquilidad íntima, la satisfacción personal y el valor para perseverar.

Yo he podido ver que hay matrimonios que se han preservado, familias que han sido fortalecidas, tragedias que se han superado, profesiones que se vieron vigorizadas y personas cuya voluntad fue renovada para seguir viviendo a medida que la gente se humilla ante el Señor y acepta Su voluntad para guiar su vida. Cuando logramos comprender y cumplir los principios del evangelio de Jesucristo, podemos evaluar y resolver la angustia, la desdicha y las inquietudes de toda índole.

Consideremos, por ejemplo, el caso de Jeff y Kimberly, dos excelentes jóvenes—ambos atractivos, inteligentes y de una personalidad sumamente agradable.

Todos aquellos que les conocían pensaban que el suyo iba a ser un matrimonio ideal. Y lo fue—durante unos pocos meses. Pero entonces las relaciones entre ellos comenzaron a deteriorarse cuando Jeff empezó a dedicar cada vez mayor atención a sus estudios y actividades deportivas, mientras Kimberly se consagraba totalmente a su trabajo. Era muy poco lo que los mantenía juntos y nada los unía en espíritu ni en propósito. Al aproximarse su primer aniversario de bodas, ambos pensaban ya en dar fin a su matrimonio, considerándolo un deplorable error.

Sin embargo, menos de dos años más tarde ese matrimonio se había transformado en algo sólido y seguro. ¿Cuál era su secreto? Ambos habían encontrado su afinidad en Cristo.

"Probamos todas las cosas en las que pudimos pensar," dijo Kimberly, "pero nada en realidad nos ayudaba, hasta que decidimos retornar a la iglesia. Fue allí donde comenzamos a sentir los consabidos anhelos espirituales que nos unieron cuando decidimos procurar la voluntad del Señor en nuestra vida diaria. Cuando nuevamente nos arrodillamos juntos para orar y pedir a nuestro Padre Celestial que nos bendijera y ayudara, volvimos a la realidad y fortalecimos así nuestro amor y nuestro respeto mutuo."

Una percepción similar fue también el problema de Steven, aunque mucho más seria. Confundido y perturbado por las filosofías antagónicas de la década de 1960, Steven se encontró años más tarde deambulando por todo el país en procura de propósito y orientación para su vida.
Andaba un día por las calles de San Diego, en California, cuando vio a dos misioneros mormones.
"¡Muchachos!," les gritó al verles pasar en sus bicicletas por un apacible vecindario residencial. "¿Andan vendiendo algo bueno?"

Los misioneros lo observaron y, por un instante, pensaron en no prestarle atención y seguir pedaleando. Nunca habían visto a un posible candidato que les pareciera menos prometedor. Steven tenía el cabello hasta los hombros, una barba espesa y sucia, vestía ropas andrajosas y calzaba san-dalias y una gorra militar. Tenía sucias la cara y las manos, y de su boca colgaba un cigarrillo apagado.

Los misioneros se consultaron con la mirada. Luego contemplaron a Steven y de nuevo se miraron entre sí.

"No, no estamos vendiendo nada," dijo uno de los misioneros encogiéndose ligeramente de hombros y con una sonrisa en los labios. "Lo que tenemos, estamos dándolo gratis."
"¡Muy bien!," respondió Steven. "Aceptaré lo que estén regalando."

Los misioneros rieron. También se rió Steven, y entonces comenzaron a conversar. De alguna manera, durante la conversación, los misioneros percibieron el anhelo espiritual de Steven, quien los invitó a su pequeño y desordenado apartamento, donde comenzaron a enseñarle acerca de Jesucristo y Su importante función en el eterno plan que Dios tiene para Sus hijos. Al cabo de dos horas, los misioneros concertaron con Steven otra visita para el día siguiente.

No habría sido extraño para los misioneros descubrir que Steven no estaba en su apartamento a la hora indicada, pero allí los esperaba. Sólo que esta vez notaron algo diferente en él: su mirada era brillante y clara, y tanto él como su cuarto lucían muy limpios.

"Tan pronto como se fueron ustedes ayer," Steven les dijo con entusiasmo, "me di una ducha, limpié mi cuarto y arrojé la botella de licor a la basura. Me pareció lógico hacerlo."
Los misioneros casi no podían creerlo. Pero mucho más se sorprendieron al día siguiente cuando, al llegar para una tercera visita, encontraron que Steven se había afeitado la barba y cortado el cabello.

Una vez más le escucharon decir: "Me pareció lógico hacerlo."

También le "pareció lógico" comprarse ropa limpia y conseguir un empleo e interrumpir relaciones con cierta clase de amigos. Cada vez que llegaban a su apartamento, los misioneros fueron descubriendo que Steven había decidido hacer importantes modificaciones en su vida y modo de vivir. Los misioneros habían estado enseñándole acerca de Jesucristo y Su evangelio, pero no le habían pedido todavía que hiciera cambio alguno en su existencia. Steven hizo esos cambios por voluntad propia y en forma total porque el espíritu de Cristo estaba haciendo cambios en su persona. En la actualidad, aquel vagabundo espiritual es un devoto hombre de familia, un próspero hombre de negocios y un fiel discípulo del Señor Jesucristo.

En uno de los pasajes del Libro de Mormón, un noble líder espiritual llamado Helamán aconsejó a sus hijos:
"...Recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán." (Helamán 5:12.)

Mi abuelo comprendió bien este concepto. Aunque falleció cuando yo tenía apenas diez años de edad, Melvin J. Ballard ha ejercido siempre una gran influencia en mi vida. Desde mis primeros años he oído hablar a mi familia acerca de su amor por el Señor y su firme dedicación a la Iglesia.
Pasó toda su vida edificándose en el "fundamento seguro" del que habló Helamán y no sé que haya habido "dardos en el torbellino" que jamás hayan podido penetrar su fe y su testimonio. En realidad, mi búsqueda personal para obtener conocimiento acerca del Salvador ha sido inspirada en gran manera por el relato de mi abuelo Ballard en cuanto a una de sus más sagradas experiencias.

Mientras prestaba servicio como misionero entre los indígenas en el noroeste de Estados Unidos, mi abuelo vivió una época de increíbles contiendas, cuando allí se manifestaron dificultades sin precedentes—y aparentemente insuperables—en contra de la Iglesia. Mi abuelo pasó innumerables horas de rodillas en procura de orientación e inspiración. En aquellos momentos, cuando todo parecía ser sombrío y desesperante, recibió, conforme a sus propias palabras, "una maravillosa manifestación y sensación que nunca se ha apartado de mí.

"Sentí una voz que me dijo que había de tener un gran privilegio," escribió en su diario personal. "Se me condujo a un cuarto en el que iba a conocer a alguien. Al entrar en aquel lugar, yo pude ver, sentado en una plataforma elevada, al ser más glorioso que jamás pude imaginar y tuve que acercarme a El para que me presentaran. Al hacerlo, noté que me sonreía, le oí pronunciar mi nombre y vi que extendía hacia mí Sus manos. Aunque viviese un millón de años, nunca podría olvidar Su sonrisa.

"Me tomó en Sus brazos y me besó al acercarme a Su pecho, y me bendijo hasta sentir yo una gran emoción en todo mi ser. Cuando concluyó Su bendición, caí a Sus pies y entonces pude ver en ellos la marca de los clavos; y al besárselos, con un regocijo inmenso inundándome el alma, sentí como que me encontraba realmente en el cielo.

"Con emoción sentí en mi corazón: ¡Oh, si yo pudiera vivir dignamente, aunque me llevara ochenta años, a fin de que al final, cuando todo haya terminado, lograra estar en Su presencia y recibir ese sentimiento que en ese momento tuve en Su presencia, daría todo lo que soy y lo que jamás podría llegar a ser!"

Mi abuelo concluye su relato diciendo: "Sé, como que yo mismo vivo, que El vive. Y ello es mi testimonio."

(Melvin J. Ballard—Crusader for Righteousness, Salt Lake City: Bookcraft, 1966.)
Esa experiencia infundió en mi abuelo el consuelo, la determinación y la energía espiritual que necesitaba para acometer los problemas que encontraba en su misión. Tanto es así que, al día siguiente de haber recibido aquella revelación, visitó en compañía de otro misionero, llamado W. Leo Isgren, a un acaudalado comerciante en la ciudad de Helena, estado de Montana. Años más tarde, el hermano Isgren me contó cómo fue que en el hogar del comerciante se detuvieron ante un cuadro de Jesucristo en tamaño natural. Después de unos momentos, mi abuelo se dirigió a su compañero:

"No, ése no es El," le dijo. "El pintor ha hecho una buena representación de El, pero ése no es el Señor."

"Me embargó tan sagrado sentimiento," me dijo el hermano Isgren, "que no pude decir palabra alguna. Una vez que hubimos salido de aquella casa para hacer otra visita, el hermano Ballard me detuvo y dijo, 'Hermano Isgren, supongo que le sorprendieron mis palabras concernientes al Salvador del mundo.' Yo le dije que sí, que en realidad había quedado sorprendido—muy sorprendido. Y entonces él, allí mismo, me contó acerca de la experiencia que había tenido la noche anterior."

Aunque no todos podamos tener experiencias de tal magnitud o intensidad, la esencia de nuestro ministerio en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días consiste en invitar a todos a "venir a Cristo" a fin de que El pueda obrar en ellos Sus milagros en la manera que Su voluntad lo quiera. Para algunos, ello constituirá un importante cambio en su vida y su modo de vivir. Para otros, cuya vida ya ha sido enriquecida por la fe, simplemente puede significar un nuevo propósito y entendimiento. Mas para todos será motivo de paz, gozo y felicidad inconmensurable a medida que el Maestro vaya enterneciéndoles el corazón y el alma con Su amor divino. Eso es lo que sintió mi abuelo Ballard como consecuencia de aquella conmovedora experiencia, y lo que de un modo más sereno y sencillo sentí yo mismo aquella noche junto al río Trent en Nottingham, Inglaterra.

Este testimonio me ha acompañado siempre desde entonces. Me ha servido de sostén en mis tribulaciones y de consuelo en momentos difíciles, y me ha proporcionado una guía clara cada vez que me he sentido confundido o desalentado. Gracias a mi servicio como uno de Sus Apóstoles, he tenido muchas experiencias espirituales que confirman y fortalecen mi conocimiento personal de que El es el Salvador y Redentor de los hijos de Dios. Y porque sé que Jesucristo vive y que me ama, tengo el valor para arrepentirme y tratar de ser como El quiere que sea. Y sé que este conocimiento puede hacer lo mismo por usted—si así lo desea—ahora mismo y siempre.

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