CAPITULO CINCO
Imaginemos por un momento que usted y yo nos encontramos manejando nuestros respectivos automóviles—yo detrás de usted—por una carretera. De pronto, usted cambia de carril sin hacer señal alguna.
Inmediatamente hago sonar la bocina, apresuro la marcha para ponerme a la par de su vehículo y con un ademán le indico que se detenga. Ambos salimos a la vera del camino. Yo desciendo de mi automóvil y, acercándome, le informo que usted acaba de cometer una infracción y que es mi intención aplicarle todo el rigor de la ley.
¿Qué haría usted en tal caso?
Es probable que me exija que le muestre algún documento que acredite mi autoridad para ello, ¿no es así? Querrá saber qué derecho tengo para hacerle cumplir la ley. Seguramente pondrá en duda mis palabras y no aceptará mis protestas a menos que le demuestre, en forma clara, que poseo dicha autoridad.
La autoridad es uno de esos conceptos que la mayoría de la gente parece sobreentender en forma natural, probablemente porque es algo que gobierna nuestra vida cotidiana y lo hemos venido aceptando desde tiempo inmemorial. Cuando asistíamos a la escuela, reconocíamos automática-mente que los maestros y administradores tenían la autoridad para decirnos lo que teníamos que hacer. Hoy; cuando el jefe nos ordena que hagamos algo, lo hacemos. Si se promulga una ley, la obedecemos.
Cuando oímos una sirena policial, nos hacemos a un lado. Pero cuando usted se encuentra en su casa, en su automóvil o en su negocio, todo está a su cargo y no sería apropiado que yo le dijera lo que debe hacer o adopte decisiones por usted sin que me lo permita o autorice.
Esto es algo natural en el mundo entero. Estoy agradecido, y creo que también lo estará usted, que sea así. Y aunque este concepto impone implícitamente ciertos límites a nuestra absoluta libertad, sin autoridad viviríamos en una anarquía y un caos completos. ¿Imagina usted cómo sería el mundo si cualquier persona pudiera hacer lo que se le ocurriera en todo momento, con permiso o sin él? En la autoridad encontramos seguridad, e incluso la autoridad divina nos provee una seguridad espiritual.
José Smith anhelaba tener esa seguridad espiritual. Como ya lo hemos mencionado, él vivió en una época y un lugar en que abundaban los sentimientos religiosos. Durante su búsqueda de la verdad, se puso en contacto con diferentes ministros que afirmaban tener la autoridad de Dios. Su ferviente oración a Dios en la Arboleda Sagrada fue a consecuencia de su deseo de ser bautizado en la iglesia verdadera de nuestro Padre Celestial. Pero aunque se dio cuenta de que ninguna de las iglesias de su época era verídica, no fue sino hasta después de haber comenzado a traducir el Libro de Mormón que reconoció que se necesitaba recibir la autoridad genuina del sacerdocio de Dios.
De acuerdo con el relato de José Smith, las enseñanzas del libro con respecto al bautismo despertaron su interés en el concepto doctrinal del sacerdocio. A medida que, con la ayuda de Oliver Cowdery, quien le servía entonces como escribiente, traducían las planchas de oro, fueron aprendiendo que era importante "[seguir] a vuestro Señor y Salvador y [descender] al agua según su palabra" (2 Nefi 31:13).
Les impresionó sobremanera la explicación de Nefi que dice: "Si el Cordero de Dios, que es Santo, tiene necesidad de ser bautizado en el agua para cumplir con toda justicia, ¡cuánto mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros, siendo pecadores, de ser bautizados, sí, en el agua!" (2 Nefi 31:5.) Y también la promesa del Señor: "A quien se bautice en mi nombre, el Padre dará el Espíritu Santo, como a mí; por tanto, seguidme y haced las cosas que me habéis visto hacer." (2 Nefi 31:12.)
Pero esto les creaba un problema. Era evidente que el bautismo constituía algo fundamental en el reino de Dios, pero también lo era que ninguno estaba autorizado para llevar a cabo esa ordenanza. José y Oliver habían leído que Alma bautizaba a la gente "teniendo autoridad del Todopoderoso." (Mosíah 18:13.) Y estaban asimismo familiarizados con la declaración ministerial de Pablo a los hebreos de que "nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón." (Hebreos 5:4.)
Probablemente tenían también conocimiento de la explicación que da el Antiguo Testamento en cuanto a que Aarón recibió su posición sacerdotal por medio de su hermano, el profeta Moisés, quien poseía la autoridad de Dios (véase Éxodo 28:1), y que era común en esos días que todo aquel a quien se llamaba al santo ministerio, recibía autoridad mediante la imposición de manos a través de aquellos que eran ordenados para ello (véase Números 27:18).
Basado en todo lo que había aprendido de fuentes celestiales en años anteriores, José Smith sabía que la completa autoridad del sacerdocio de Dios no existía ya en la tierra. Por lo tanto, ¿cómo podrían, él y otros, recibir las bendiciones del bautismo? José entendía que no era suyo el derecho de "tomar sobre sí esta honra", pero ¿dónde podía encontrar al representante autorizado por Dios que le proveyera tal bendición?
Este dilema preocupó mucho a José y a Oliver. Finalmente, decidieron presentar el caso ante el Señor. El 15 de mayo de 1829 fueron a un lugar aislado en las riberas del río Susquehanna, cerca de Harmony, en el estado de Pensilvania, y con humildad de corazón suplicaron a Dios. Mientras oraban fervientemente, se les apareció un mensajero celestial: Juan el Bautista, en estado resucitado. Era el mismo Juan que, en virtud de la autoridad que tenía, había bautizado a Jesucristo dos mil años antes en el río Jordán.
Juan el Bautista les dijo a José Smith y a Oliver Cowdery que Dios lo había enviado para que restaurara la autoridad del sacerdocio, el cual había desaparecido de la tierra con la disolución del Consejo de los Doce Apóstoles poco después del año 100 de nuestra era. Y poniendo sus manos sobre la cabeza de ambos, pronunció estas magníficas palabras: "Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio del arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados; y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví de nuevo ofrezcan al Señor un sacrificio en rectitud." (D. y C. 13:1.)
Juan el Bautista les declaró a José y a Oliver Cowdery que "este Sacerdocio Aarónico no tenía el poder de imponer las manos para comunicar el don del Espíritu Santo, pero que se [les] conferiría más adelante," según José Smith escribió en su historia, la cual se encuentra en la compilación de Escrituras llamada la Perla de Gran Precio. "Y nos mandó bautizarnos, indicándonos que yo bautizara a Oliver Cowdery, y que después me bautizara él a mí.
"Por consiguiente, fuimos y nos bautizamos. Yo lo bauticé primero y luego me bautizó él a mí—después de lo cual puse mis manos sobre su cabeza y lo ordené al Sacerdocio de Aarón, y luego él puso sus manos sobre mí y me ordenó al mismo sacerdocio—porque así se nos había mandado." (JSH 1:70-71.)
Como es de esperarse, el bautismo por inmersión total en las aguas del río Susquehanna (de acuerdo con las instrucciones que habían recibido) y su ordenación al sacerdocio, constituyeron una asombrosa experiencia para estos dos hombres. José escribió luego que, inmediatamente después de haber salido de las aguas bautismales, sintieron "grandes y gloriosas bendiciones de nuestro Padre Celestial. "Fuimos llenos del Espíritu Santo," dijo, "y nos regocijamos en el Dios de nuestra salvación." (JSH 1:73.)
Como Juan el Bautista lo declarara, José y Oliver recibieron así el Sacerdocio de Aarón, o Sacerdocio Aarónico, y al hacerlo se maravillaron por las bendiciones y oportunidades que ello brindaba ahora a su vida. Pero a medida que continuaban en sus labores, comenzaron a entender lo que aquel mensajero celestial les había dicho en cuanto a las limitaciones de la autoridad del Sacerdocio Aarónico. Podían bautizar pero carecían de la autoridad para llevar a cabo las cosas que Cristo y Sus apóstoles habían hecho, tal como conferir el don del Espíritu Santo y dar bendiciones de salud a los enfermos. Y José comprendía que tampoco tenía la autoridad para reorganizar la Iglesia de Cristo sobre la tierra, aunque sabía que se le estaba preparando para la tarea. Por consiguiente, poco tiempo después de haber recibido el Sacerdocio Aarónico, José y Oliver procuraron nuevamente la soledad de la naturaleza a fin de pedirle a Dios que les diera el conocimiento que necesitaban.
Y de nuevo el Señor les respondió milagrosamente. Esta vez fueron visitados por Pedro, Santiago y Juan, tres de los Doce Apóstoles originales a quienes el propio Jesús confirió la autoridad del sacerdocio. Pedro, Santiago y Juan pusieron sus manos sobre la cabeza de José y la cabeza de Oliver y les confirieron el Sacerdocio de Melquisedec, una clase de autoridad del sacerdocio más amplia y completa.
Este sacerdocio lleva el nombre de Melquisedec, uno de los nobles sumo sacerdotes de la época del Antiguo Testamento. Abarca la autoridad de Dios para efectuar todas las ordenanzas del Evangelio de Jesucristo. También le concedieron a José Smith toda la autoridad del sacerdocio que necesitaría para restaurar completamente el Evangelio de Jesucristo en la tierra. De este modo, recibió entonces la autorización de Dios para organizar Su Iglesia—La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La autoridad del sacerdocio era fundamental para José Smith y para la importante misión que debía realizar, tal como fue siempre una parte indispensable del ministerio completo de nuestro Padre Celestial entre Sus hijos. Las ordenanzas esenciales del Evangelio, tales como el bautismo, son solamente posibles mediante la autoridad del sacerdocio. Así como Naamán, el general del ejército sirio, fue curado de su lepra cuando siguió las instrucciones que el profeta Elíseo le dio de lavarse siete veces en el río Jordán (2 Reyes 5:1-14), también nosotros podemos recibir bendiciones al efectuar las ordenanzas del Evangelio bajo la dirección de quienes han recibido la autoridad de Dios.
Históricamente, el Señor ha sido siempre muy particular en cuanto a quienes confía Su autoridad. "No me elegisteis vosotros a mí," les recordó Jesús a Sus apóstoles, "sino que yo os elegí a vosotros." (Juan 15:16.) El sacerdocio es el poder y la autoridad que Dios ha dado a hombres dignos para que efectúen todas las ordenanzas de la salvación para que tanto el hombre como la mujer obtengan las bendiciones prometidas por Dios, incluso la exaltación eterna en Su presencia. Es el poder mediante el cual fue creado el mundo y se han realizado los milagros desde la época de Adán hasta nuestros días.
De acuerdo con John Taylor, el tercer Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el sacerdocio "es la gobernación de Dios, ya sea en la tierra como en los cielos, porque es por ese poder, delegación o principio que se sustentan y sostienen todas las cosas. Gobierna todas las cosas, dirige todas las cosas, defiende todas las cosas y se refiere a todas las cosas que se relacionan con Dios y con la verdad." (The Mülennial Star, noviembre 1 de 1847, 9:321.) Aunque Dios haya decidido conferir la autoridad del sacerdocio al hombre, debemos reconocer que no se trata de una diferencia de sexos sino de responsabilidades.
Actualmente, en las congregaciones mormonas de todo el mundo, los jóvenes ordenados en el Sacerdocio Aarónico ofician en la preparación, bendición y distribución de los emblemas sacramentales del cuerpo y la sangre de Cristo en reuniones semanales de adoración. También poseen la autoridad para bautizar, recoger donaciones para beneficio de los pobres y prestar servicio a los miembros de la Iglesia en sus hogares. A su vez, los hombres que han sido ordenados en el Sacerdocio de Melquisedec dirigen las reuniones, efectúan las ordenanzas sagradas y proveen bendiciones para la salud física, espiritual y emocional de la gente. Los Santos de los Últimos Días pueden, por medio del sacerdocio, recurrir a los poderes divinos para provecho propio y de los demás.
Puesto que me he estado refiriendo a la necesidad de que los que afirman representar a Dios tengan para ello Su autoridad, bien le corresponde a usted proponerme la misma pregunta que formulé a los ministros religiosos que mis misioneros en Canadá congregaron para que yo les hablara: ¿De dónde provino mi autoridad? Y me complace poder responder a esa pregunta.
Fui ordenado Apóstol (uno de los oficios del Sacerdocio de Melquisedec) el 10 de octubre de 1985 por Gordon B. Hinckley, quien fue ordenado por David O. McKay, quien a su vez fue ordenado por Joseph F. Smith, el que fue ordenado por Brigham Young (sí, aquel mismo Brigham Young), quien recibió su ordenación de los Tres Testigos del Libro de Mormón (Oliver Cowdery, Martin Harris y David Whitmer, cuyo testimonio conjunto se encuentra al principio de ese libro), quienes a su vez fueron ordenados por José Smith y Oliver Cowdery, que fueron ordenados por Pedro, Santiago y Juan, y éstos lo fueron bajo las manos de Jesucristo.
En otras palabras, yo puedo trazar la autoridad de mi sacerdocio apostólico a través de sólo ocho sucesiones hasta la fuente máxima de toda autoridad del sacerdocio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: el propio Jesucristo.
Comprenda, por favor, que no estoy diciendo estas cosas para vanagloriarme. Agradezco mucho al Señor el privilegio de servirle. Yo reconozco y admito libremente que mi autoridad para actuar en el nombre de Dios no es en realidad mía, sino de El. Pero cometería un gran error si no le dijera a usted que tengo completa y cabal confianza en el poder del sacerdocio que Dios me ha conferido por medio de Sus representantes debidamente ordenados.
Es necesario recalcar, sin embargo, que el simple hecho de poseer el sacerdocio no es suficiente para que, de por sí, un hombre obtenga autoridad alguna. Todo aquel que haya sido ordenado en el sacerdocio debe esforzarse por obedecer los mandamientos de Dios. El Señor le enseñó a José Smith que "ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio." Esa influencia, le dijo el Señor, es el resultado de vivir conforme a virtudes cristianas tales como la persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre, el amor sincero, la bondad y el conocimiento puro, "lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia." (D. y C. 121:41-42.)
Asimismo, el Señor advirtió a José Smith que "cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre." (D. y C. 121:37.)
En otras palabras, la persona que no se esfuerza por obedecer los mandamientos divinos no es digna de representar a Dios en la tierra. Por supuesto que esto no significa que todos los poseedores del sacerdocio deban vivir una vida perfecta—solamente Cristo fue capaz de tal perfección. Pero sí se espera que hagan todo lo posible por vivir un vida de rectitud y digna del poder que se les ha dado.
Cuando la fe y la lealtad acompañan la autoridad del sacerdocio, muchas cosas maravillosas suceden en la vida del hombre, la mujer y la familia. Las Escrituras nos enseñan que el Señor, "llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia." (Mateo 10:1; véase también Marcos 3:14, Marcos 6:7 y Lucas 9:1.) Fue precisamente esa autoridad la que Pedro utilizó cuando curó al cojo que pedía limosna frente al templo de Jerusalén, poco después del día de Pentecostés.
"No tengo plata ni oro," le dijo Pedro, "pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.
"Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento se le afirmaron los pies y tobillos;
"y saltando, se puso de pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios." (Hechos 3:6-8.)
Los grandes y poderosos milagros de sanidades, rehabilitación y revelaciones debidamente efectuados por medio de la autoridad del sacerdocio ocurren también en nuestros días. Quisiera referirme a una de mis experiencias personales.
Hace algunos años, una joven me contó acerca de las dificultades que una hermana suya estaba teniendo con su salud física durante su embarazo. Me sentí muy afligido y preocupado por la condición de aquella mujer y su futuro niño, y quise saber si había algo que yo pudiera hacer al respecto. Esa noche, mientras me hallaba leyendo las Escrituras, tuve la fuerte impresión de que debía visitar a aquella mujer enferma, quien era miembro de la Iglesia. Habiendo recibido antes impulsos semejantes, he aprendido que no debo hacerles caso omiso sino simplemente responder a ellos. Entonces le pedí a mi esposa que me acompañara para visitar a la joven madre.
"No sé en realidad por qué estoy aquí," le dije al esposo cuando, al llamar, nos abrió la puerta, "pero he tenido la impresión de que debía ver a su esposa."
"Hermano Ballard," respondió el joven esposo, "no creo que ella pueda recibirle. Ha estado tan enferma que no ha querido ver a nadie."
"Por favor," dije entonces, "dígale que estamos aquí y a qué hemos venido."
Mientras esperábamos, observamos algunas fotografías de la familia que se hallaban en la sala. Entre ellas estaba la de uno de sus hijos, un niño seriamente incapacitado. También había una fotografía de un niño menor que lo mostraba muy sano y ansioso de tener un hermanito o hermanita con quien poder jugar. Mi esposa hizo mención del bebé que le nació muerto a esa familia y de las increíbles dificultades que esa joven madre había padecido en cada uno de sus embarazos. La decisión de tener otro hijo debe haber sido algo muy penoso para aquel matrimonio. Era muy probable que hubieran meditado y orado mucho para ello y que recibieran una confirmación espiritual—lo cual hacía más desconcertante aún la circunstancia.
Al cabo de unos momentos, la joven madre entró a la sala. Aparentaba estar muy débil y sufriendo mucho dolor a causa de una inflamación que le cubría un lado del rostro y el cuello con llagas espantosas. De acuerdo con su esposo, las plaquetas de sangre eran tan escasas que la vida de la pobre mujer y de su niño estaban en peligro.
Tomé entre las mías las manos de la joven madre y le dije la simple verdad: "El Señor me ha enviado aquí para que le dé una bendición."
Su esposo, su padre y yo pusimos nuestras manos sobre su cabeza y me sentí espiritualmente impulsado a darle una bendición para su completa y cabal curación.
"En aquel momento," había de escribir ella más tarde, "sentí que una fuerza recorrió mi cuerpo hasta mis pies... Sentí que el Espíritu del Señor estaba allí, hermano Ballard. Yo sentí que me hablaba por intermedio suyo... Me dio la fortaleza de proseguir con fe y completar una tarea que parecía ser imposible. Después de recibir esa bendición, en mi corazón tuve la certeza de que había de ser bendecida con un niño saludable."
Y así fue.
"¡Nuestro pequeñito ha traído mucha comprensión y gozo a nuestra vida!", escribió aquella madre. "Con este pequeñito, el Señor nos ha enviado un precioso regalo de amor."
Muchos son los milagros maravillosos que se realizan por medio de la autoridad del sacerdocio.
En la mayoría de los casos, sin embargo, la autoridad del sacerdocio obra en silencio y con sencillez en la vida de quienes lo respetan y viven con dignidad. Posibilita a todo creyente fiel la realización de sagrados convenios con el Señor mediante el bautismo y la confirmación de los mismos, cada semana, al participar en la Iglesia de los emblemas de la Santa Cena. Las bendiciones del sacerdocio imparten consuelo y paz, como así también la fortaleza necesaria para contrarrestar los problemas de la vida. Y los oficios del sacerdocio autorizan a los líderes de la Iglesia a obrar, de acuerdo con sus respectivos cargos y asignaciones, en las funciones administrativas de la misma.
En ningún otro lugar se manifiestan el esplendor y el poder de la autoridad del sacerdocio como en los sagrados edificios que llamamos templos. Quizás usted haya visto o visitado uno de nuestros templos. Estos edificios son diferentes de nuestras capillas, en las cuales llevamos a cabo los servicios dominicales de adoración y otras actividades de entre semana. Los templos son edificios dedicados para que los miembros dignos, fieles y devotos de la Iglesia participen en sagradas ordenanzas para esta vida y para la eternidad.
Ahora bien, yo reconozco cuan presuntuoso le parecerá que un hombre declare poseer una autoridad que abarque hasta los cielos. Pero no hay que olvidar que se trata de una autoridad divina y que sólo tiene los límites que Dios desee imponerle. Y también debemos recordar las palabras que declaró el Señor a quienes había conferido esa autoridad: "Lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo." (Mateo 18:18.) Existe, pues, un claro precedente en cuanto a nuestra creencia de que la autoridad del sacerdocio es de naturaleza eterna.
De entre todas las oportunidades que la autoridad de mi sacerdocio me confiere, ninguna es tan sublime como la del privilegio de estar en uno de nuestros templos y, representando al Maestro, oficiar en la unión matrimonial de dos de Sus hijos dignos y fieles. No importa particularmente quiénes sean o de dónde proceden, estas parejas lucen siempre resplandecientes, con el brillo del amor y la fe reflejándose en sus ojos. Por lo general, se hallan presentes en esta dulce e íntima ocasión otros miembros de sus familias y algunos amigos.
Debo indicar que los casamientos en el templo son un tanto diferentes de los que se efectúan en otros edificios, ya que en ellos pueden participar solamente los miembros fieles de la Iglesia. Y tampoco se observa en los templos la pompa ceremonial que suele relacionarse con las grandes bodas celebradas en iglesias—no hay música ni procesiones, decoraciones con listones ni flores. Por favor, no interprete esto equivocadamente—el casamiento en el templo es una ocasión hermosa y regocijante, tal como debe ser, pero también es algo sencillo, solemne y de marcada reverencia.
Lo más singular con respecto al casamiento en el templo, sin embargo, tiene que ver con las palabras que expresa quien oficia en la ceremonia. La mayoría de los casamientos que no se celebran en el templo se basan en un lenguaje que establece un límite en cuanto a las condiciones del matrimonio—un dictamen implícito de divorcio, por así decirlo.
La autoridad oficiante une por lo general a la feliz pareja "hasta que la muerte los separe," o con palabras semejantes. Pero la pareja que participa del casamiento en el templo comprende que, efectuado por alguien que posee el sacerdocio, su matrimonio durará para siempre—durante esta vida y en la eternidad—y las palabras de la ceremonia revelan ese glorioso concepto. No sólo se une en casamiento al hombre y a la mujer, sino que son "sellados" el uno al otro mediante la autoridad de Dios "por esta vida y por toda la eternidad."
De acuerdo con la doctrina de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días esa pareja estará unida eternamente, siempre que ambos sean fieles entre sí y observen los mandamientos de nuestro Padre Celestial.
Nosotros creemos que el matrimonio ha sido ordenado por Dios. Doctrina y Convenios declara que "quien prohíbe casarse no es ordenado por Dios, porque el matrimonio lo decretó Dios para el hombre." (D. y C. 49:15.)
"El matrimonio aprobado por Dios concede al hombre y a la mujer la oportunidad para que logren su divina potencialidad. 'Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón' (1 Corintios 11:11). El esposo y la esposa son, en cierto modo, muy especiales y pueden cultivar sus eternas cualidades personales; no obstante, siendo iguales ante sus progenitores celestiales, ambos aspiran conjuntamente a alcanzar objetivos divinos, a dedicarse a los principios y ordenanzas eternos, a obedecer al Señor y a perpetuar su amor mutuo.
El hombre y la mujer que hayan sido sellados en el templo y unidos espiritual, mental, emocional y físicamente, asumiendo la responsabilidad cabal de sustentarse el uno al otro, están verdaderamente unidos en matrimonio. Juntos se esmeran en emular el modelo del hogar celestial de donde vinieron. La Iglesia les enseña que deben ayudarse, apoyarse y ennoblecerse recíprocamente... Si el esposo y su esposa son fieles a su convenio en el templo, continuarán siendo cocreadores en el reino celestial de Dios a través de las eternidades." (Encyclopedia of Mormonism, 4 volúmenes, Daniel H. Ludlow, editor [Nueva York: Macmillan, 1992], 2:487.)
El principio del casamiento eterno constituye una doctrina exclusiva de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Los matrimonios que se han casado en el templo y realizan convenios que les permitirán llegar a ser una familia eterna, poseen una verdadera conciencia del propósito y destino de su relación, tanto del uno con el otro como con los hijos que traen a este mundo. Aquellos que creen en poder vivir juntos para siempre consideran de gran importancia criar hijos y cultivar una buena familia.
¡Cuan magnífico y reconfortante es este conocimiento! ¿No es lógico, acaso, que nuestro Padre Celestial, que nos ama y desea que progresemos, provea los medios para que el hombre y la mujer que estén mutuamente interesados en su felicidad eterna lleven consigo su vínculo a la vida venidera? El presidente Brigham Young ha dicho que el matrimonio eterno "es el hilo que se extiende desde el mismo principio hasta el final del sagrado Evangelio de la Salvación—del Evangelio del Hijo de Dios; es de eternidad en eternidad." (Discourses of Brigham Young, John A. Widtsoe, editor [Salt Lake City: Deseret Book, 1971], pág. 195.)
En varias ocasiones he visitado a líderes de otras religiones. Con frecuencia me han expresado su interés en la importancia que atribuimos al matrimonio y a la familia. Recuerdo que una vez surgió el tema en una conversación que mantuve con unos ministros de cierta religión, quienes expresaron su elogio hacia nuestra Iglesia diciendo que no conocían ninguna otra organización que se dedicara tanto a la preservación y edificación de la familia. Después que les agradecí su encomio, mencionaron estar preocupados por el número de personas en sus propias congregaciones que estaban dejándose vencer por las tentaciones del mundo, agregando que creían que la única solución para el problema estribaba en la formación de hogares más fuertes. Cuando me preguntaron si nosotros estaríamos dispuestos a compartir con ellos algunos de nuestros materiales relacionados con la familia, accedí con el mayor gusto.
Después de hablar unos momentos sobre lo que hacemos para fortalecer la familia, sentí la necesidad de ser sincero con ellos acerca de un tema al que no nos habíamos referido aún. "Espero que no se ofendan por lo que voy a mencionarles," comencé diciendo. "Nosotros podemos ofrecerles muchas cosas que tenemos para ayudar a las familias y ustedes podrán utilizar cualquiera de nuestras ideas y programas. Pero no creo que de estas cosas obtengan los mismos resultados que nosotros logramos."
Cuando me pidieron que les explicara por qué, les dije entonces que existía una gran diferencia en la manera en que consideramos a la familia. Cuando el hombre y la mujer se casan en el templo y luego llegan los hijos a su hogar, contemplan la experiencia total de criar hijos y edificar su familia desde un punto de vista eterno. Aunque también nuestras familias deben enfrentar desafíos y problemas comunes, tratan sin embargo de ver las cosas más allá del presente y de adoptar decisiones que conserven fuerte y unida a su familia, porque creen sinceramente que pueden estar juntos para siempre.
Este concepto es de gran importancia y comienza en el momento en que un hombre y una mujer se arrodillan ante el altar en uno de nuestros templos sagrados.
Nunca podré olvidar el momento en que efectué en el templo la ceremonia matrimonial de mi hijo y su encantadora esposa. Ese fue uno de los primeros casamientos en el templo en que yo he oficiado y, a decir verdad, creo que me sentía tan nervioso como ellos, aunque no estaba seguro por qué. Como obispo en la Iglesia había realizado ya, fuera del templo, varios casamientos de personas que prefirieron hacerlo de otro modo o que no podían efectuarlo en el templo, pero que no obstante querían que un obispo de nuestra Iglesia oficiara en la ceremonia. Mas ninguno de aquellos matrimonios era de naturaleza eterna. El de mi hijo era diferente porque había de ser para siempre. Y puesto que había de perdurar para siempre, yo quería estar seguro de hacerlo debidamente.
No fue necesario que me preocupara, porque tan pronto como ocupamos nuestros lugares en aquella hermosa sala de sellamientos en el templo, experimentamos esa sensación tan especial de amor y paz que existe en ese sagrado edificio al que llamamos "La Casa del Señor". Al observar a mi hijo y a su bella prometida, cada uno de ellos arrodillado a ambos lados del altar del templo, me apercibí de dos cosas: Primeramente, reflejada en sus miradas, pude ver la mutua promesa que les había conducido hasta aquel preciado momento; y entonces comprendí que estos dos jóvenes admirables se habían preparado y eran dignos ya para comenzar juntos su gloriosa empresa eterna. Por supuesto que, en aquel momento, aún no tenían un entendimiento total de lo que eso significaba pero, merced a la autoridad del sacerdocio de nuestro Padre Celestial, contaban ahora con toda la eternidad para vivir, amarse, aprender y desarrollarse juntamente.
¿Pude yo efectuar aquella maravillosa ordenanza eterna simplemente porque así lo quise o sólo porque mi hijo me pidió que lo hiciera? ¿Podría haberla llevado a cabo por la simple razón de que parecía ser algo apropiado? No, solamente pude hacerlo porque había sido ordenado y recibido de Dios la autoridad para ello. Sin esa autoridad no podría haberlo efectuado. Si no poseyera la autoridad del Señor, no podría yo atribuirme el derecho de enseñar el evangelio, bautizar, presidir en reuniones u otras bendiciones. Y por supuesto que no pretendería tener la autoridad para efectuar casamientos que habrán de unir al hombre y a la mujer para toda la eternidad sin la debida autorización del Dios de las eternidades.
Ello sería como detener a alguien en una carretera y exigirle que cumpla las leyes del tránsito automotor sin contar con las debidas credenciales de autoridad. Nunca podría yo hacer algo así.
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Inmediatamente hago sonar la bocina, apresuro la marcha para ponerme a la par de su vehículo y con un ademán le indico que se detenga. Ambos salimos a la vera del camino. Yo desciendo de mi automóvil y, acercándome, le informo que usted acaba de cometer una infracción y que es mi intención aplicarle todo el rigor de la ley.
¿Qué haría usted en tal caso?
Es probable que me exija que le muestre algún documento que acredite mi autoridad para ello, ¿no es así? Querrá saber qué derecho tengo para hacerle cumplir la ley. Seguramente pondrá en duda mis palabras y no aceptará mis protestas a menos que le demuestre, en forma clara, que poseo dicha autoridad.
La autoridad es uno de esos conceptos que la mayoría de la gente parece sobreentender en forma natural, probablemente porque es algo que gobierna nuestra vida cotidiana y lo hemos venido aceptando desde tiempo inmemorial. Cuando asistíamos a la escuela, reconocíamos automática-mente que los maestros y administradores tenían la autoridad para decirnos lo que teníamos que hacer. Hoy; cuando el jefe nos ordena que hagamos algo, lo hacemos. Si se promulga una ley, la obedecemos.
Cuando oímos una sirena policial, nos hacemos a un lado. Pero cuando usted se encuentra en su casa, en su automóvil o en su negocio, todo está a su cargo y no sería apropiado que yo le dijera lo que debe hacer o adopte decisiones por usted sin que me lo permita o autorice.
Esto es algo natural en el mundo entero. Estoy agradecido, y creo que también lo estará usted, que sea así. Y aunque este concepto impone implícitamente ciertos límites a nuestra absoluta libertad, sin autoridad viviríamos en una anarquía y un caos completos. ¿Imagina usted cómo sería el mundo si cualquier persona pudiera hacer lo que se le ocurriera en todo momento, con permiso o sin él? En la autoridad encontramos seguridad, e incluso la autoridad divina nos provee una seguridad espiritual.
José Smith anhelaba tener esa seguridad espiritual. Como ya lo hemos mencionado, él vivió en una época y un lugar en que abundaban los sentimientos religiosos. Durante su búsqueda de la verdad, se puso en contacto con diferentes ministros que afirmaban tener la autoridad de Dios. Su ferviente oración a Dios en la Arboleda Sagrada fue a consecuencia de su deseo de ser bautizado en la iglesia verdadera de nuestro Padre Celestial. Pero aunque se dio cuenta de que ninguna de las iglesias de su época era verídica, no fue sino hasta después de haber comenzado a traducir el Libro de Mormón que reconoció que se necesitaba recibir la autoridad genuina del sacerdocio de Dios.
De acuerdo con el relato de José Smith, las enseñanzas del libro con respecto al bautismo despertaron su interés en el concepto doctrinal del sacerdocio. A medida que, con la ayuda de Oliver Cowdery, quien le servía entonces como escribiente, traducían las planchas de oro, fueron aprendiendo que era importante "[seguir] a vuestro Señor y Salvador y [descender] al agua según su palabra" (2 Nefi 31:13).
Les impresionó sobremanera la explicación de Nefi que dice: "Si el Cordero de Dios, que es Santo, tiene necesidad de ser bautizado en el agua para cumplir con toda justicia, ¡cuánto mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros, siendo pecadores, de ser bautizados, sí, en el agua!" (2 Nefi 31:5.) Y también la promesa del Señor: "A quien se bautice en mi nombre, el Padre dará el Espíritu Santo, como a mí; por tanto, seguidme y haced las cosas que me habéis visto hacer." (2 Nefi 31:12.)
Pero esto les creaba un problema. Era evidente que el bautismo constituía algo fundamental en el reino de Dios, pero también lo era que ninguno estaba autorizado para llevar a cabo esa ordenanza. José y Oliver habían leído que Alma bautizaba a la gente "teniendo autoridad del Todopoderoso." (Mosíah 18:13.) Y estaban asimismo familiarizados con la declaración ministerial de Pablo a los hebreos de que "nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón." (Hebreos 5:4.)
Probablemente tenían también conocimiento de la explicación que da el Antiguo Testamento en cuanto a que Aarón recibió su posición sacerdotal por medio de su hermano, el profeta Moisés, quien poseía la autoridad de Dios (véase Éxodo 28:1), y que era común en esos días que todo aquel a quien se llamaba al santo ministerio, recibía autoridad mediante la imposición de manos a través de aquellos que eran ordenados para ello (véase Números 27:18).
Basado en todo lo que había aprendido de fuentes celestiales en años anteriores, José Smith sabía que la completa autoridad del sacerdocio de Dios no existía ya en la tierra. Por lo tanto, ¿cómo podrían, él y otros, recibir las bendiciones del bautismo? José entendía que no era suyo el derecho de "tomar sobre sí esta honra", pero ¿dónde podía encontrar al representante autorizado por Dios que le proveyera tal bendición?
Este dilema preocupó mucho a José y a Oliver. Finalmente, decidieron presentar el caso ante el Señor. El 15 de mayo de 1829 fueron a un lugar aislado en las riberas del río Susquehanna, cerca de Harmony, en el estado de Pensilvania, y con humildad de corazón suplicaron a Dios. Mientras oraban fervientemente, se les apareció un mensajero celestial: Juan el Bautista, en estado resucitado. Era el mismo Juan que, en virtud de la autoridad que tenía, había bautizado a Jesucristo dos mil años antes en el río Jordán.
Juan el Bautista les dijo a José Smith y a Oliver Cowdery que Dios lo había enviado para que restaurara la autoridad del sacerdocio, el cual había desaparecido de la tierra con la disolución del Consejo de los Doce Apóstoles poco después del año 100 de nuestra era. Y poniendo sus manos sobre la cabeza de ambos, pronunció estas magníficas palabras: "Sobre vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías, confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio del arrepentimiento, y del bautismo por inmersión para la remisión de pecados; y este sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Leví de nuevo ofrezcan al Señor un sacrificio en rectitud." (D. y C. 13:1.)
Juan el Bautista les declaró a José y a Oliver Cowdery que "este Sacerdocio Aarónico no tenía el poder de imponer las manos para comunicar el don del Espíritu Santo, pero que se [les] conferiría más adelante," según José Smith escribió en su historia, la cual se encuentra en la compilación de Escrituras llamada la Perla de Gran Precio. "Y nos mandó bautizarnos, indicándonos que yo bautizara a Oliver Cowdery, y que después me bautizara él a mí.
"Por consiguiente, fuimos y nos bautizamos. Yo lo bauticé primero y luego me bautizó él a mí—después de lo cual puse mis manos sobre su cabeza y lo ordené al Sacerdocio de Aarón, y luego él puso sus manos sobre mí y me ordenó al mismo sacerdocio—porque así se nos había mandado." (JSH 1:70-71.)
Como es de esperarse, el bautismo por inmersión total en las aguas del río Susquehanna (de acuerdo con las instrucciones que habían recibido) y su ordenación al sacerdocio, constituyeron una asombrosa experiencia para estos dos hombres. José escribió luego que, inmediatamente después de haber salido de las aguas bautismales, sintieron "grandes y gloriosas bendiciones de nuestro Padre Celestial. "Fuimos llenos del Espíritu Santo," dijo, "y nos regocijamos en el Dios de nuestra salvación." (JSH 1:73.)
Como Juan el Bautista lo declarara, José y Oliver recibieron así el Sacerdocio de Aarón, o Sacerdocio Aarónico, y al hacerlo se maravillaron por las bendiciones y oportunidades que ello brindaba ahora a su vida. Pero a medida que continuaban en sus labores, comenzaron a entender lo que aquel mensajero celestial les había dicho en cuanto a las limitaciones de la autoridad del Sacerdocio Aarónico. Podían bautizar pero carecían de la autoridad para llevar a cabo las cosas que Cristo y Sus apóstoles habían hecho, tal como conferir el don del Espíritu Santo y dar bendiciones de salud a los enfermos. Y José comprendía que tampoco tenía la autoridad para reorganizar la Iglesia de Cristo sobre la tierra, aunque sabía que se le estaba preparando para la tarea. Por consiguiente, poco tiempo después de haber recibido el Sacerdocio Aarónico, José y Oliver procuraron nuevamente la soledad de la naturaleza a fin de pedirle a Dios que les diera el conocimiento que necesitaban.
Y de nuevo el Señor les respondió milagrosamente. Esta vez fueron visitados por Pedro, Santiago y Juan, tres de los Doce Apóstoles originales a quienes el propio Jesús confirió la autoridad del sacerdocio. Pedro, Santiago y Juan pusieron sus manos sobre la cabeza de José y la cabeza de Oliver y les confirieron el Sacerdocio de Melquisedec, una clase de autoridad del sacerdocio más amplia y completa.
Este sacerdocio lleva el nombre de Melquisedec, uno de los nobles sumo sacerdotes de la época del Antiguo Testamento. Abarca la autoridad de Dios para efectuar todas las ordenanzas del Evangelio de Jesucristo. También le concedieron a José Smith toda la autoridad del sacerdocio que necesitaría para restaurar completamente el Evangelio de Jesucristo en la tierra. De este modo, recibió entonces la autorización de Dios para organizar Su Iglesia—La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La autoridad del sacerdocio era fundamental para José Smith y para la importante misión que debía realizar, tal como fue siempre una parte indispensable del ministerio completo de nuestro Padre Celestial entre Sus hijos. Las ordenanzas esenciales del Evangelio, tales como el bautismo, son solamente posibles mediante la autoridad del sacerdocio. Así como Naamán, el general del ejército sirio, fue curado de su lepra cuando siguió las instrucciones que el profeta Elíseo le dio de lavarse siete veces en el río Jordán (2 Reyes 5:1-14), también nosotros podemos recibir bendiciones al efectuar las ordenanzas del Evangelio bajo la dirección de quienes han recibido la autoridad de Dios.
Históricamente, el Señor ha sido siempre muy particular en cuanto a quienes confía Su autoridad. "No me elegisteis vosotros a mí," les recordó Jesús a Sus apóstoles, "sino que yo os elegí a vosotros." (Juan 15:16.) El sacerdocio es el poder y la autoridad que Dios ha dado a hombres dignos para que efectúen todas las ordenanzas de la salvación para que tanto el hombre como la mujer obtengan las bendiciones prometidas por Dios, incluso la exaltación eterna en Su presencia. Es el poder mediante el cual fue creado el mundo y se han realizado los milagros desde la época de Adán hasta nuestros días.
De acuerdo con John Taylor, el tercer Presidente de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, el sacerdocio "es la gobernación de Dios, ya sea en la tierra como en los cielos, porque es por ese poder, delegación o principio que se sustentan y sostienen todas las cosas. Gobierna todas las cosas, dirige todas las cosas, defiende todas las cosas y se refiere a todas las cosas que se relacionan con Dios y con la verdad." (The Mülennial Star, noviembre 1 de 1847, 9:321.) Aunque Dios haya decidido conferir la autoridad del sacerdocio al hombre, debemos reconocer que no se trata de una diferencia de sexos sino de responsabilidades.
Actualmente, en las congregaciones mormonas de todo el mundo, los jóvenes ordenados en el Sacerdocio Aarónico ofician en la preparación, bendición y distribución de los emblemas sacramentales del cuerpo y la sangre de Cristo en reuniones semanales de adoración. También poseen la autoridad para bautizar, recoger donaciones para beneficio de los pobres y prestar servicio a los miembros de la Iglesia en sus hogares. A su vez, los hombres que han sido ordenados en el Sacerdocio de Melquisedec dirigen las reuniones, efectúan las ordenanzas sagradas y proveen bendiciones para la salud física, espiritual y emocional de la gente. Los Santos de los Últimos Días pueden, por medio del sacerdocio, recurrir a los poderes divinos para provecho propio y de los demás.
Puesto que me he estado refiriendo a la necesidad de que los que afirman representar a Dios tengan para ello Su autoridad, bien le corresponde a usted proponerme la misma pregunta que formulé a los ministros religiosos que mis misioneros en Canadá congregaron para que yo les hablara: ¿De dónde provino mi autoridad? Y me complace poder responder a esa pregunta.
Fui ordenado Apóstol (uno de los oficios del Sacerdocio de Melquisedec) el 10 de octubre de 1985 por Gordon B. Hinckley, quien fue ordenado por David O. McKay, quien a su vez fue ordenado por Joseph F. Smith, el que fue ordenado por Brigham Young (sí, aquel mismo Brigham Young), quien recibió su ordenación de los Tres Testigos del Libro de Mormón (Oliver Cowdery, Martin Harris y David Whitmer, cuyo testimonio conjunto se encuentra al principio de ese libro), quienes a su vez fueron ordenados por José Smith y Oliver Cowdery, que fueron ordenados por Pedro, Santiago y Juan, y éstos lo fueron bajo las manos de Jesucristo.
En otras palabras, yo puedo trazar la autoridad de mi sacerdocio apostólico a través de sólo ocho sucesiones hasta la fuente máxima de toda autoridad del sacerdocio de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días: el propio Jesucristo.
Comprenda, por favor, que no estoy diciendo estas cosas para vanagloriarme. Agradezco mucho al Señor el privilegio de servirle. Yo reconozco y admito libremente que mi autoridad para actuar en el nombre de Dios no es en realidad mía, sino de El. Pero cometería un gran error si no le dijera a usted que tengo completa y cabal confianza en el poder del sacerdocio que Dios me ha conferido por medio de Sus representantes debidamente ordenados.
Es necesario recalcar, sin embargo, que el simple hecho de poseer el sacerdocio no es suficiente para que, de por sí, un hombre obtenga autoridad alguna. Todo aquel que haya sido ordenado en el sacerdocio debe esforzarse por obedecer los mandamientos de Dios. El Señor le enseñó a José Smith que "ningún poder o influencia se puede ni se debe mantener en virtud del sacerdocio." Esa influencia, le dijo el Señor, es el resultado de vivir conforme a virtudes cristianas tales como la persuasión, longanimidad, benignidad, mansedumbre, el amor sincero, la bondad y el conocimiento puro, "lo cual ennoblecerá grandemente el alma sin hipocresía y sin malicia." (D. y C. 121:41-42.)
Asimismo, el Señor advirtió a José Smith que "cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre." (D. y C. 121:37.)
En otras palabras, la persona que no se esfuerza por obedecer los mandamientos divinos no es digna de representar a Dios en la tierra. Por supuesto que esto no significa que todos los poseedores del sacerdocio deban vivir una vida perfecta—solamente Cristo fue capaz de tal perfección. Pero sí se espera que hagan todo lo posible por vivir un vida de rectitud y digna del poder que se les ha dado.
Cuando la fe y la lealtad acompañan la autoridad del sacerdocio, muchas cosas maravillosas suceden en la vida del hombre, la mujer y la familia. Las Escrituras nos enseñan que el Señor, "llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echasen fuera, y para sanar toda enfermedad y toda dolencia." (Mateo 10:1; véase también Marcos 3:14, Marcos 6:7 y Lucas 9:1.) Fue precisamente esa autoridad la que Pedro utilizó cuando curó al cojo que pedía limosna frente al templo de Jerusalén, poco después del día de Pentecostés.
"No tengo plata ni oro," le dijo Pedro, "pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.
"Y tomándole por la mano derecha le levantó; y al momento se le afirmaron los pies y tobillos;
"y saltando, se puso de pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando, y saltando, y alabando a Dios." (Hechos 3:6-8.)
Los grandes y poderosos milagros de sanidades, rehabilitación y revelaciones debidamente efectuados por medio de la autoridad del sacerdocio ocurren también en nuestros días. Quisiera referirme a una de mis experiencias personales.
Hace algunos años, una joven me contó acerca de las dificultades que una hermana suya estaba teniendo con su salud física durante su embarazo. Me sentí muy afligido y preocupado por la condición de aquella mujer y su futuro niño, y quise saber si había algo que yo pudiera hacer al respecto. Esa noche, mientras me hallaba leyendo las Escrituras, tuve la fuerte impresión de que debía visitar a aquella mujer enferma, quien era miembro de la Iglesia. Habiendo recibido antes impulsos semejantes, he aprendido que no debo hacerles caso omiso sino simplemente responder a ellos. Entonces le pedí a mi esposa que me acompañara para visitar a la joven madre.
"No sé en realidad por qué estoy aquí," le dije al esposo cuando, al llamar, nos abrió la puerta, "pero he tenido la impresión de que debía ver a su esposa."
"Hermano Ballard," respondió el joven esposo, "no creo que ella pueda recibirle. Ha estado tan enferma que no ha querido ver a nadie."
"Por favor," dije entonces, "dígale que estamos aquí y a qué hemos venido."
Mientras esperábamos, observamos algunas fotografías de la familia que se hallaban en la sala. Entre ellas estaba la de uno de sus hijos, un niño seriamente incapacitado. También había una fotografía de un niño menor que lo mostraba muy sano y ansioso de tener un hermanito o hermanita con quien poder jugar. Mi esposa hizo mención del bebé que le nació muerto a esa familia y de las increíbles dificultades que esa joven madre había padecido en cada uno de sus embarazos. La decisión de tener otro hijo debe haber sido algo muy penoso para aquel matrimonio. Era muy probable que hubieran meditado y orado mucho para ello y que recibieran una confirmación espiritual—lo cual hacía más desconcertante aún la circunstancia.
Al cabo de unos momentos, la joven madre entró a la sala. Aparentaba estar muy débil y sufriendo mucho dolor a causa de una inflamación que le cubría un lado del rostro y el cuello con llagas espantosas. De acuerdo con su esposo, las plaquetas de sangre eran tan escasas que la vida de la pobre mujer y de su niño estaban en peligro.
Tomé entre las mías las manos de la joven madre y le dije la simple verdad: "El Señor me ha enviado aquí para que le dé una bendición."
Su esposo, su padre y yo pusimos nuestras manos sobre su cabeza y me sentí espiritualmente impulsado a darle una bendición para su completa y cabal curación.
"En aquel momento," había de escribir ella más tarde, "sentí que una fuerza recorrió mi cuerpo hasta mis pies... Sentí que el Espíritu del Señor estaba allí, hermano Ballard. Yo sentí que me hablaba por intermedio suyo... Me dio la fortaleza de proseguir con fe y completar una tarea que parecía ser imposible. Después de recibir esa bendición, en mi corazón tuve la certeza de que había de ser bendecida con un niño saludable."
Y así fue.
"¡Nuestro pequeñito ha traído mucha comprensión y gozo a nuestra vida!", escribió aquella madre. "Con este pequeñito, el Señor nos ha enviado un precioso regalo de amor."
Muchos son los milagros maravillosos que se realizan por medio de la autoridad del sacerdocio.
En la mayoría de los casos, sin embargo, la autoridad del sacerdocio obra en silencio y con sencillez en la vida de quienes lo respetan y viven con dignidad. Posibilita a todo creyente fiel la realización de sagrados convenios con el Señor mediante el bautismo y la confirmación de los mismos, cada semana, al participar en la Iglesia de los emblemas de la Santa Cena. Las bendiciones del sacerdocio imparten consuelo y paz, como así también la fortaleza necesaria para contrarrestar los problemas de la vida. Y los oficios del sacerdocio autorizan a los líderes de la Iglesia a obrar, de acuerdo con sus respectivos cargos y asignaciones, en las funciones administrativas de la misma.
En ningún otro lugar se manifiestan el esplendor y el poder de la autoridad del sacerdocio como en los sagrados edificios que llamamos templos. Quizás usted haya visto o visitado uno de nuestros templos. Estos edificios son diferentes de nuestras capillas, en las cuales llevamos a cabo los servicios dominicales de adoración y otras actividades de entre semana. Los templos son edificios dedicados para que los miembros dignos, fieles y devotos de la Iglesia participen en sagradas ordenanzas para esta vida y para la eternidad.
Ahora bien, yo reconozco cuan presuntuoso le parecerá que un hombre declare poseer una autoridad que abarque hasta los cielos. Pero no hay que olvidar que se trata de una autoridad divina y que sólo tiene los límites que Dios desee imponerle. Y también debemos recordar las palabras que declaró el Señor a quienes había conferido esa autoridad: "Lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo." (Mateo 18:18.) Existe, pues, un claro precedente en cuanto a nuestra creencia de que la autoridad del sacerdocio es de naturaleza eterna.
De entre todas las oportunidades que la autoridad de mi sacerdocio me confiere, ninguna es tan sublime como la del privilegio de estar en uno de nuestros templos y, representando al Maestro, oficiar en la unión matrimonial de dos de Sus hijos dignos y fieles. No importa particularmente quiénes sean o de dónde proceden, estas parejas lucen siempre resplandecientes, con el brillo del amor y la fe reflejándose en sus ojos. Por lo general, se hallan presentes en esta dulce e íntima ocasión otros miembros de sus familias y algunos amigos.
Debo indicar que los casamientos en el templo son un tanto diferentes de los que se efectúan en otros edificios, ya que en ellos pueden participar solamente los miembros fieles de la Iglesia. Y tampoco se observa en los templos la pompa ceremonial que suele relacionarse con las grandes bodas celebradas en iglesias—no hay música ni procesiones, decoraciones con listones ni flores. Por favor, no interprete esto equivocadamente—el casamiento en el templo es una ocasión hermosa y regocijante, tal como debe ser, pero también es algo sencillo, solemne y de marcada reverencia.
Lo más singular con respecto al casamiento en el templo, sin embargo, tiene que ver con las palabras que expresa quien oficia en la ceremonia. La mayoría de los casamientos que no se celebran en el templo se basan en un lenguaje que establece un límite en cuanto a las condiciones del matrimonio—un dictamen implícito de divorcio, por así decirlo.
La autoridad oficiante une por lo general a la feliz pareja "hasta que la muerte los separe," o con palabras semejantes. Pero la pareja que participa del casamiento en el templo comprende que, efectuado por alguien que posee el sacerdocio, su matrimonio durará para siempre—durante esta vida y en la eternidad—y las palabras de la ceremonia revelan ese glorioso concepto. No sólo se une en casamiento al hombre y a la mujer, sino que son "sellados" el uno al otro mediante la autoridad de Dios "por esta vida y por toda la eternidad."
De acuerdo con la doctrina de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días esa pareja estará unida eternamente, siempre que ambos sean fieles entre sí y observen los mandamientos de nuestro Padre Celestial.
Nosotros creemos que el matrimonio ha sido ordenado por Dios. Doctrina y Convenios declara que "quien prohíbe casarse no es ordenado por Dios, porque el matrimonio lo decretó Dios para el hombre." (D. y C. 49:15.)
"El matrimonio aprobado por Dios concede al hombre y a la mujer la oportunidad para que logren su divina potencialidad. 'Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón' (1 Corintios 11:11). El esposo y la esposa son, en cierto modo, muy especiales y pueden cultivar sus eternas cualidades personales; no obstante, siendo iguales ante sus progenitores celestiales, ambos aspiran conjuntamente a alcanzar objetivos divinos, a dedicarse a los principios y ordenanzas eternos, a obedecer al Señor y a perpetuar su amor mutuo.
El hombre y la mujer que hayan sido sellados en el templo y unidos espiritual, mental, emocional y físicamente, asumiendo la responsabilidad cabal de sustentarse el uno al otro, están verdaderamente unidos en matrimonio. Juntos se esmeran en emular el modelo del hogar celestial de donde vinieron. La Iglesia les enseña que deben ayudarse, apoyarse y ennoblecerse recíprocamente... Si el esposo y su esposa son fieles a su convenio en el templo, continuarán siendo cocreadores en el reino celestial de Dios a través de las eternidades." (Encyclopedia of Mormonism, 4 volúmenes, Daniel H. Ludlow, editor [Nueva York: Macmillan, 1992], 2:487.)
El principio del casamiento eterno constituye una doctrina exclusiva de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Los matrimonios que se han casado en el templo y realizan convenios que les permitirán llegar a ser una familia eterna, poseen una verdadera conciencia del propósito y destino de su relación, tanto del uno con el otro como con los hijos que traen a este mundo. Aquellos que creen en poder vivir juntos para siempre consideran de gran importancia criar hijos y cultivar una buena familia.
¡Cuan magnífico y reconfortante es este conocimiento! ¿No es lógico, acaso, que nuestro Padre Celestial, que nos ama y desea que progresemos, provea los medios para que el hombre y la mujer que estén mutuamente interesados en su felicidad eterna lleven consigo su vínculo a la vida venidera? El presidente Brigham Young ha dicho que el matrimonio eterno "es el hilo que se extiende desde el mismo principio hasta el final del sagrado Evangelio de la Salvación—del Evangelio del Hijo de Dios; es de eternidad en eternidad." (Discourses of Brigham Young, John A. Widtsoe, editor [Salt Lake City: Deseret Book, 1971], pág. 195.)
En varias ocasiones he visitado a líderes de otras religiones. Con frecuencia me han expresado su interés en la importancia que atribuimos al matrimonio y a la familia. Recuerdo que una vez surgió el tema en una conversación que mantuve con unos ministros de cierta religión, quienes expresaron su elogio hacia nuestra Iglesia diciendo que no conocían ninguna otra organización que se dedicara tanto a la preservación y edificación de la familia. Después que les agradecí su encomio, mencionaron estar preocupados por el número de personas en sus propias congregaciones que estaban dejándose vencer por las tentaciones del mundo, agregando que creían que la única solución para el problema estribaba en la formación de hogares más fuertes. Cuando me preguntaron si nosotros estaríamos dispuestos a compartir con ellos algunos de nuestros materiales relacionados con la familia, accedí con el mayor gusto.
Después de hablar unos momentos sobre lo que hacemos para fortalecer la familia, sentí la necesidad de ser sincero con ellos acerca de un tema al que no nos habíamos referido aún. "Espero que no se ofendan por lo que voy a mencionarles," comencé diciendo. "Nosotros podemos ofrecerles muchas cosas que tenemos para ayudar a las familias y ustedes podrán utilizar cualquiera de nuestras ideas y programas. Pero no creo que de estas cosas obtengan los mismos resultados que nosotros logramos."
Cuando me pidieron que les explicara por qué, les dije entonces que existía una gran diferencia en la manera en que consideramos a la familia. Cuando el hombre y la mujer se casan en el templo y luego llegan los hijos a su hogar, contemplan la experiencia total de criar hijos y edificar su familia desde un punto de vista eterno. Aunque también nuestras familias deben enfrentar desafíos y problemas comunes, tratan sin embargo de ver las cosas más allá del presente y de adoptar decisiones que conserven fuerte y unida a su familia, porque creen sinceramente que pueden estar juntos para siempre.
Este concepto es de gran importancia y comienza en el momento en que un hombre y una mujer se arrodillan ante el altar en uno de nuestros templos sagrados.
Nunca podré olvidar el momento en que efectué en el templo la ceremonia matrimonial de mi hijo y su encantadora esposa. Ese fue uno de los primeros casamientos en el templo en que yo he oficiado y, a decir verdad, creo que me sentía tan nervioso como ellos, aunque no estaba seguro por qué. Como obispo en la Iglesia había realizado ya, fuera del templo, varios casamientos de personas que prefirieron hacerlo de otro modo o que no podían efectuarlo en el templo, pero que no obstante querían que un obispo de nuestra Iglesia oficiara en la ceremonia. Mas ninguno de aquellos matrimonios era de naturaleza eterna. El de mi hijo era diferente porque había de ser para siempre. Y puesto que había de perdurar para siempre, yo quería estar seguro de hacerlo debidamente.
No fue necesario que me preocupara, porque tan pronto como ocupamos nuestros lugares en aquella hermosa sala de sellamientos en el templo, experimentamos esa sensación tan especial de amor y paz que existe en ese sagrado edificio al que llamamos "La Casa del Señor". Al observar a mi hijo y a su bella prometida, cada uno de ellos arrodillado a ambos lados del altar del templo, me apercibí de dos cosas: Primeramente, reflejada en sus miradas, pude ver la mutua promesa que les había conducido hasta aquel preciado momento; y entonces comprendí que estos dos jóvenes admirables se habían preparado y eran dignos ya para comenzar juntos su gloriosa empresa eterna. Por supuesto que, en aquel momento, aún no tenían un entendimiento total de lo que eso significaba pero, merced a la autoridad del sacerdocio de nuestro Padre Celestial, contaban ahora con toda la eternidad para vivir, amarse, aprender y desarrollarse juntamente.
¿Pude yo efectuar aquella maravillosa ordenanza eterna simplemente porque así lo quise o sólo porque mi hijo me pidió que lo hiciera? ¿Podría haberla llevado a cabo por la simple razón de que parecía ser algo apropiado? No, solamente pude hacerlo porque había sido ordenado y recibido de Dios la autoridad para ello. Sin esa autoridad no podría haberlo efectuado. Si no poseyera la autoridad del Señor, no podría yo atribuirme el derecho de enseñar el evangelio, bautizar, presidir en reuniones u otras bendiciones. Y por supuesto que no pretendería tener la autoridad para efectuar casamientos que habrán de unir al hombre y a la mujer para toda la eternidad sin la debida autorización del Dios de las eternidades.
Ello sería como detener a alguien en una carretera y exigirle que cumpla las leyes del tránsito automotor sin contar con las debidas credenciales de autoridad. Nunca podría yo hacer algo así.
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