EL PLAN ETERNO DE DIOS

CAPITULO SEIS


De entre todas las experiencias que ofrece la vida, muy pocas son tan imponentes y preponderantes como los dos puntales de la existencia mortal: el nacimiento y la muerte. No podemos contemplar el rostro de una criatura recién nacida sin sentirnos impulsados a preguntar: "¿De dónde ha venido este pequeñito? ¿Es su ser algo espontáneo, o es algo de mayor trascendencia? ¿Qué conocimientos trae consigo? ¿Qué cosas podría contarme si pudiera hablar? ¿Qué posibilidades le presenta la vida?"

Lo sé muy bien, porque siete veces, por lo menos, me he hecho a mí mismo estas preguntas—en la ocasión del nacimiento de cada uno de nuestros siete hijos.

El mismo tipo de interrogantes se nos presenta cuando lamentamos la muerte de un ser querido. ¿Es la muerte el final de la vida? ¿Existe algo más allá de la muerte que pueda dar un significado especial al propósito de nuestra existencia? Y si fuera así, ¿qué sentido tendría, aquí y ahora, para todos nosotros? ¿Importa, acaso, la manera en que vivimos la vida? Y, ¿qué acontecerá con nuestras más valiosas relaciones en la vida venidera?

Estas preguntas tienen, para los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, una serie de respuestas rebosantes de consuelo, de paz y del amor de Dios. Mediante las Escrituras tales como el Libro de Mormón y las continuas revelaciones de profetas y apóstoles contemporáneos, hemos aprendido que nuestra vida mortal tiene relevancia porque es una parte del glorioso plan de nuestro Padre Celestial para nuestra felicidad eterna.

Este plan tuvo su origen mucho antes de que viniéramos a la tierra. Antes de que el mundo fuera creado, todos existíamos como hijos espirituales de nuestro Padre Celestial. A consecuencia del proceso natural hereditario recibimos en embrión las características y los atributos de nuestro Padre Celestial. Somos, en realidad, Sus hijos espirituales y hemos heredado algunas de Sus cualidades. Lo que nuestro Padre Eterno es, nosotros podemos llegar a ser. (Para entender mejor este importante concepto, vea Hechos 17:29 y Romanos 8:16.)

La vida en nuestro hogar celestial era un tanto diferente a nuestra vida terrenal, puesto que no estábamos sujetos a las flaquezas y los problemas a que nos enfrentamos aquí. Pero allá también aprendíamos y crecíamos, nos desarrollábamos y progresábamos; y también entablamos allá significativas relaciones entre nosotros. En aquella existencia preterrenal temamos la oportunidad de adoptar decisiones y escoger libremente, y algunos espíritus demostraron ser mejores que otros.

"Las familias terrenales son una continuación de la familia de Dios. De acuerdo con el concepto mormón de la familia, toda persona es progenie tanto de padres celestiales como de padres terrenales. Cada uno ha sido creado espiritual y físicamente a imagen de Dios y de Cristo (Moisés 2:27; 3:5).

La Primera Presidencia ha declarado: 'Todos los hombres y las mujeres son a semejanza del Padre y de la Madre universales y, propiamente, los hijos y las hijas de Dios' (Messages of the First Presidency, 4:203). Todos vivimos, antes de venir a la tierra, con nuestro Padre Celestial y nuestra Madre Celestial, quienes nos amaron y educaron como miembros de Su familia eterna." (Encyclopedia of Mormonism, 2:486-487.)

Nuestros Padres Celestiales continúan demostrándonos Su amor e interés en estos precisos momentos. En aquel maravilloso hogar preterrenal tuvimos la oportunidad de aprender muchas verdades de naturaleza eterna. Nuestro Padre Celestial quería que cultiváramos todas las buenas cualidades porque sabía que, aunque cada uno de nosotros tiene sus propias características, todos poseemos las semillas de la divinidad.

En realidad, anhelábamos ser como El, pero El sabía que, sin la sabiduría que generan las experiencias de la vida mortal, incluso las pruebas y las tentaciones a que estamos sujetos por causa de nuestro estado carnal, sólo podemos progresar hasta cierto punto. Por lo tanto, nuestro Padre Celestial diseñó un plan con el fin de que podamos alcanzar plenamente nuestro potencial. Y ello habría de ser difícil y, a veces, doloroso—tanto para El, quizás, como para nosotros. Pero Dios sabía también que era la única manera en que Sus hijos podríamos desarrollarnos y progresar.

Entonces nuestro Padre congregó a todos Sus hijos espirituales para explicarnos el plan. Nos dijo que había creado para nosotros un mundo en el que podríamos obtener experiencia y ser probados en diversas maneras. Una parte de esa probación requería que nos olvidáramos totalmente de nuestro hogar celestial. Esto era necesario para que pudiésemos escoger libremente entre lo bueno y lo malo sin la influencia del recuerdo en cuanto a nuestra existencia junto a Dios. Tal como Pablo explicó a los Corintios, debíamos andar "por fe..., no por vista." (2 Corintios 5:7.)

Pero el Señor nos prometió que no nos dejaría completamente solos. El Espíritu Santo, dijo, nos ayudaría a tomar buenas decisiones siempre y cuando escucháramos Sus sugerencias. También había de revelar Su voluntad a los profetas e inspirar la composición de Escrituras para guiarnos e instruirnos.

Aun con todo eso, sin embargo, nuestro Padre Celestial sabía que de tanto en tanto cometeríamos errores. Entonces nos prometió que se nos proveería un Salvador que compensara nuestras malas decisiones y tendencias, posibilitándonos así una futura purificación que nos permitiera vivir de nuevo con El.

Mas la decisión habría de ser exclusivamente nuestra. A pesar de que El anhelaba que regresáramos para vivir en compañía Suya, no podría ni habría de obligarnos a ello. El punto fundamental de Su plan era el principio del albedrío moral, que podríamos ejercer para bien o para mal. Esto significaba que Dios dejaba sujeta a nuestro criterio personal la decisión de regresar o no a Su hogar eterno por la mediación de Su Hijo Jesucristo.

Desafortunadamente, el plan de Dios no les agradó a algunos de nuestros hermanos y hermanas espirituales. Uno de ellos, Lucifer, demostró una particular displicencia y se rebeló en Su contra. Entonces propuso que se alterara el plan a fin de que la obediencia a Dios no fuera optativa y que ninguno de nosotros tuviera el derecho de escoger por sí mismo. Debía forzarse a todo ser mortal para que hiciera el bien de modo que ninguno se perdiera. Pero había una condición si se aceptaba la sugerencia de Lucifer: a cambio de su improbable promesa de salvar a toda la humanidad, demandó que el honor y la gloria fueran para él mismo, no para el Padre Celestial.

Jesús, el primogénito de Dios y el más sabio entre todos Sus hijos espirituales, sabía que el honor le correspondía a nuestro Padre Celestial. Entonces se ofreció para asumir el papel principal del plan de Dios y que el Padre recibiera toda la gloria. Jesús declaró que vendría a la tierra para brindar el ejemplo de una vida perfecta y sufrir luego por propia voluntad la carga y los dolores de nuestros pecados, a fin de que todos nosotros pudiéramos—si así lo decidíamos —regresar a nuestro Hogar Celestial. De conformidad con el plan de nuestro Padre Eterno, era absolutamente importante que cada persona tuviese la libertad de escoger.

En realidad, esta libertad correspondía también a la existencia preterrenal. Todos los hijos espirituales de nuestro Padre Celestial tuvimos el privilegio de escoger uno de los dos planes. Lamentablemente, una tercera parte de las huestes del cielo decidieron seguir a Lucifer (véase D. y C. 29:36), y al hacerlo, optaron por renunciar a los beneficios y bendiciones de la vida mortal, lo cual significa que finalmente se privaron a sí mismos de la presencia de Dios para siempre. Pero todos nosotros, los que hemos nacido en esta tierra, preferimos alistarnos con nuestro amoroso Padre Celestial y Su Eterno Hijo Jesucristo.

Es necesario recordar que desde el principio ha habido oposición en todas las cosas y que hay dos potencias que operan actualmente en el mundo—las fuerzas de Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo, y las de Satanás, quien, por rebeldía, fue expulsado de la presencia del Padre. Satanás y sus huestes están dedicados a una sola cosa: la destrucción y el engaño de los hijos de Dios. Para destruir la fe y la justicia entre los seres humanos, utilizan toda clase de medios y artimañas y emplean diversas estrategias. (Véase Apocalipsis 12:7-9; Moisés 4:1-4.)

Lamentablemente, los ataques de Satanás están resultando ser muy eficaces. Día tras día podemos observar los efectos de la deshonestidad, la avaricia, el despotismo, la crueldad, la violencia y una inmoralidad desenfrenada.

Esta historia tiene, sin embargo, un aspecto positivo. En la batalla que en cuanto al principio del albedrío se libró en el mundo preterrenal, resultaron victoriosas las fuerzas de Jesucristo. Entonces El y nuestro Padre Celestial establecieron con nosotros un convenio para hacer todo lo que fuere menester a fin de que, algún día, pudiéramos regresar para morar con ellos—si ésa era nuestra decisión. No es preciso que estemos solos en el mundo.

De este modo hemos venido a la tierra, a una existencia combinada de flaquezas humanas y potencialidad divina. Aunque hay muy pocas cosas que podrían ser más frágiles e indefensas que una criatura, tampoco hay nada tan majestuoso como el nacimiento de un nuevo hijo de Dios. Apropiadas son las palabras de William Wordsworth en su poema "Oda a las insinuaciones de la inmortalidad":


Nuestro nacimiento es sólo un sueño
y un olvido;
el alma que con uno se despierta,
la estrella de nuestra vida,
tiene en otro lado su aposento
y viene de una cierta lejanía;
no totalmente sin memoria
ni completamente desnudada,
sino siguiendo esas nubes de la gloria
de Dios, donde está nuestra morada.
(Traducción libre)

Y ahora nos encontramos aquí, sujetos a la tarea de adoptar mayores decisiones cada día—todos los días. Desde el momento en que despertamos en la mañana hasta cuando nos retiramos en la noche, estamos adoptando decisiones— ya sean buenas o malas. Por supuesto que muchas de estas decisiones carecen de trascendencia.

Es probable que en el panorama eterno de las cosas no interese saber qué comimos para el desayuno o si habremos de caminar o tomar el autobús para ir a trabajar. Pero hay una serie de decisiones que adoptamos a diario que son verdaderamente significativas porque van determinando la clase de vida que vivimos.

"La clase de vida que vivimos." He aquí una frase interesante. Supongo que mucha gente relacionaría este concepto con las comodidades y ventajas de que disfrutan, pero yo prefiero referirme a la substancia más que al estilo de la vida. Una vida noble ejerce una influencia positiva en otras personas y contribuye a que el mundo que nos rodea llegue a ser un lugar mejor donde vivir.

Una vida noble es aquella que se cultiva constantemente, expandiendo sus horizontes y ensanchando sus fronteras. Una vida noble está colmada de amor y lealtad, de paciencia y perseverancia, de bondad y compasión. Una vida noble se basa en nuestro potencial eterno y no se limita solamente a la existencia terrenal. Una vida noble es aquella que se vive a conciencia.
Esto no significa que debe ser una vida perfecta.

Aunque nuestro Salvador estableció una norma de perfección que todos debiéramos seguir y aun alentó a Sus discípulos, diciéndoles, "Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto" (Mateo 5:48), El y Su Padre comprenden que, en esta vida mortal, muchas veces fracasaremos como seres humanos. Y ésta es la razón principal del ministerio terrenal de Cristo: brindarnos la manera de superar nuestros errores, no ya si los cometemos sino cuando los cometamos. El Señor, en Su infinita y eterna sabiduría, comprendió que ninguno de nosotros viviría con perfección y que todos necesitaríamos ser perdonados.

Lógicamente, esto no justifica que desobedezcamos a Dios. Como discípulos de Jesucristo, anhelamos sinceramente emular Su ejemplo en todas las cosas—incluso el grado de perfección terrenal que El alcanzara. Pero entendemos que nuestro objetivo en esta vida es hacer todo lo que sea posible para obedecer Sus mandamientos. Si en el transcurso de nuestra permanencia terrenal aprendemos a utilizar el maravilloso don del albedrío en una manera positiva que resulte en una bendición para nuestra existencia y para la vida de otros, entonces podremos decir que hemos logrado el éxito en nuestra jornada—no importa cuan prolongada haya sido o cuánto hayamos conseguido hacer.

Poco tiempo después de haber regresado con mi familia de nuestra misión en Toronto, Canadá, vino a nuestro hogar, inesperadamente, uno de nuestros jóvenes misioneros. Este joven había sido un excelente misionero, un verdadero líder, y ahora estaba de regreso en su hogar dispuesto a retomar el curso de su vida.

"Presidente," dijo, "¿recuerda que nos hizo prometer que cuando conociéramos a la persona con quien nos gustaría casarnos, debíamos presentársela?"

"Sí, lo recuerdo," respondí sonriendo.

"Pues bien," prosiguió el joven y, con un gesto ceremonioso y evidente placer, anunció: "¡Esta es mi novia y quiero que la conozca!"

Nos presentó entonces a una admirable joven y estuvimos conversando juntos algunos momentos, por lo que pudimos comprobar que ella era tan fiel y sincera como él. Constituían una hermosa pareja, agradable, virtuosa y muy enamorada. Me sentí realmente honrado cuando me pidieron que oficiara en la ceremonia de su casamiento en el templo, que según sus planes había de tener lugar tres meses más tarde. Marcamos entonces la fecha en el calendario y partieron felices.

La noche siguiente recibí una llamada telefónica que me dejó perplejo. Aquel joven misionero que nos había visitado con su novia la tarde anterior acababa de morir en un accidente automovilístico. Y ahora, en lugar de oficiar en su boda, se me pedía que hablara en sus funerales.

A la persona cuyo entendimiento se limita a los confines de la vida terrenal, la muerte puede a veces resultarle algo terriblemente cruel y caprichoso. Por cierto que la vida misma está repleta de severas realidades que golpean el corazón y desgarran el alma, tales como el abuso infantil, el SIDA, las calamidades de la naturaleza con sus huracanes y terremotos, el hambre, el prejuicio y la intolerancia, y los actos inhumanos del hombre contra el hombre.

No puede uno contemplar el sufrimiento humano, no importan sus causas ni sus orígenes, sin sentir un profundo dolor y compasión. Resulta fácil entender por qué la persona que carece de los conceptos eternos, al observar las horribles escenas de niños desnutridos en África, alce iracundo a los cielos su puño amenazante.

"Si hay un Dios," podría preguntar el compasivo observador, "¿por qué permite que sucedan estas cosas?"

La respuesta no es fácil, pero tampoco es muy complicada. Dios ha puesto en marcha Su plan, el cual se desarrolla a través de las leyes naturales—que en realidad son leyes de Dios. Y porque son leyes eternas, también El está sujeto a ellas. En este mundo imperfecto suelen suceder cosas malas.

En ocasiones, las bases rocosas de la tierra se deslizan y se desmoronan causando terremotos. Ciertos desarrollos climáticos pueden traer como consecuencia huracanes, tornados, inundaciones y sequías. Tal es la naturaleza de nuestra existencia en este planeta. Y la manera en que reaccionamos ante estas adversidades constituye la forma principal en que somos probados y educados.

A veces, sin embargo, la adversidad es el producto mismo de los hombres. Aquí es donde entra nuevamente en juego el principio del albedrío. No debemos olvidar que estábamos tan entusiasmados acerca del plan que nuestro Padre Celestial y Jesucristo nos ofrecieron que, en realidad, "se regocijaban todos los hijos de Dios." (Job 38:7.) Nos agradó mucho el concepto de la vida mortal y la emocionante perspectiva del albedrío moral. Pero considerando que nunca antes habíamos sido seres mortales, estoy seguro de que no comprendíamos el efecto total que tal libertad tendría en nuestra vida.

Muchos tenemos la tendencia a pensar en el albedrío como una cosa puramente personal. Si pidiéramos a alguien que definiera lo que es el "albedrío moral,"es probable que respondiera más o menos así: "Significa que tengo la libertad de escoger por mi cuenta." Pero nos olvidamos de que este principio ofrece a los demás el mismo privilegio, lo cual significa que las decisiones que otros adopten podrían a veces afectarnos desfavorablemente.

Nuestro Padre Celestial protege de tal modo nuestro albedrío moral, que permite a todos Sus hijos que lo ejerzan—ya sea para bien o para mal. Desde luego que El considera todas las cosas desde una perspectiva imperecedera y sabe que cualquier dolor o sufrimiento que padezcamos en esta vida, a pesar de sus orígenes o de sus causas, duran solamente un instante en comparación con nuestra existencia eterna.

Para poder ilustrar este concepto, imaginemos que usted tiene una cuerda que se extiende en ambas direcciones del universo—por siempre. Y supongamos entonces que atamos un hilo a la cuerda en el medio mismo. El tramo de la cuerda hacia la izquierda representa nuestra existencia antes de nuestro nacimiento y el de la derecha corresponde a la vida después de nuestra muerte. El espesor del hilo atado a la cuerda representa el período de nuestra vida mortal en comparación con las eternidades.

En cierto sentido, esto da una idea de la perspectiva, ¿no es verdad?

Por supuesto que, como seres mortales, rara vez percibimos así la vida sino que sufrimos y nos angustiamos ante nuestras adversidades y las adversidades de los demás. Pero la fe en nuestro Padre Celestial y en Su plan llega a ser la causa de la fortaleza a través de la cual podemos encontrar la paz, el consuelo y el valor para resistir.

A medida que ejerzamos la fe y la confianza, irá naciendo la esperanza. La esperanza proviene de la fe y confiere significado y propósito a todo lo que hacemos. Nos provee consuelo ante la adversidad, fortaleza en momentos de tribulación y paz cuando por cualquier razón nos acosa la duda y la angustia.

Yo experimenté ese consuelo, esa fortaleza y esa paz cuando me encontré ante aquella numerosa congregación reunida para los funerales de mi joven misionero. Al observar el rostro de sus familiares, de su novia y de sus amigos, percibí en ellos la tranquilidad que proviene de conocer y aceptar el plan eterno de Dios.

Aunque lo echaremos de menos, todos coincidíamos en el conocimiento de que la vida es eterna y que aquel joven estaría separado de nosotros sólo por una temporada. Teníamos la seguridad de que, algún día, estaríamos juntos en el reino de Dios—conforme a nuestra disposición de vivir noble y fielmente como él.

Así, a la luz de la fe, la adversidad se convierte en un medio para el desarrollo humano y la muerte se transforma en un pasaje entre una y otra fase de nuestra existencia eterna.

Mi padre falleció hace varios años y diez meses después murió mi madre. Aunque se esperaba que ello aconteciera, fue de todos modos difícil decir adiós a nuestros padres, especialmente porque aquello sucedió en el transcurso de unos pocos meses. Profundo fue entonces mi agradecimiento—y lo es todavía—por saber con certeza que Dios tiene un plan para nosotros que sobrepasa lo presente y de que nuestra vida aquí en la tierra tiene un gran propósito y constituye un importante período preparatorio para la vida venidera.

Es una verdadera bendición saber que la muerte no es el fin y que hay reservada una gloriosa recompensa para todos aquellos que aprendan a adoptar buenas decisiones en esta vida, y que nuestras más preciadas relaciones pueden continuar más allá de la vida terrenal y a través de la eternidad.

No sabemos, por supuesto, todo lo que existe después de la muerte. Nuestro Salvador indicó que en la Casa de Su Padre "muchas moradas hay" (Juan 14:2), lo que nos sugiere que el mundo venidero consiste de varios destinos. Revelaciones más recientes nos enseñan que cada uno de nosotros será asignado a uno de los tres reinos eternos, o grados de gloria, conforme a nuestra fidelidad en esta vida (véase D. y C. 76).

Nuestro Padre Celestial y Jesucristo moran en el grado de gloria más alto, que es el reino celestial. Aquellos que sean dignos de ser exaltados en ese reino tendrán no sólo el privilegio de vivir en la presencia de Dios y de Jesucristo, sino que también serán "herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Romanos 8:17) de todo lo que el Padre tiene y es.

En otras palabras, cada uno de nosotros posee la potencialidad de llegar a ser como nuestro Padre Eterno.

Ahora bien, reconozco que para algunos esto puede parecer un tanto presuntuoso, pero esta doctrina no permite presunción alguna sino que merece nuestra admiración, nuestro asombro y nuestra profunda gratitud hacia un Padre Celestial bondadoso quien, merced a Su infinito amor y sabiduría, ha establecido un plan mediante el cual podemos llegar a ser como El y como Su Hijo Jesucristo. Debemos comprender que esto en ninguna manera menosprecia la suprema función que nuestro Padre Celestial cumple con respecto a nuestra vida eterna.

El es y siempre será nuestro Padre y nuestro Dios. Pero como todo padre benevolente, El quiere lo mejor para Sus hijos. Quiere que seamos felices y que tengamos éxito. Por lo tanto, quiere que seamos como El.

¿Cómo, exactamente, habrá de suceder esto? Por medio del profeta Alma, en el Libro de Mormón, sabemos que nos trasladaremos a través de la eternidad con un cuerpo físico glorificado y perfeccionado. Como ya hemos leído, Alma enseñó que Cristo posibilitó la resurrección de los muertos, lo que significa que "el espíritu y el cuerpo serán reunidos otra vez en su perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su propia forma, tal como nos hallamos ahora...; y no se perderá un solo pelo de su cabeza, sino que todo será restablecido a su perfecta forma." (Alma 11:43-44.)

En cuanto al proceso de llegar a ser espiritualmente perfectos "como [nuestro] Padre que está en los cielos es perfecto," es, en realidad, algo sobre lo cual muy poco sabemos. Por cierto que las experiencias y oportunidades de la vida terrenal tienen mucho que ver con ello. Todos vinimos al mundo con la responsabilidad personal de procurar la verdad eterna de Dios, de vivir conforme a esa verdad y, por supuesto, de compartirla con otros cuando la descubramos.

El apóstol Pablo enseñó a quienes le escucharon en Atenas: "Busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de ninguno de nosotros: Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos." (Hechos 17:27-28; cursiva agregada; véase también 2 Pedro 1:4 y Juan 3:1-2.)

En las Escrituras encontramos, además, evidencias que sugieren que nuestro progreso espiritual continuará en la vida venidera. Pedro enseñó que, después de Su muerte, Jesucristo "fue y predicó a los espíritus encarcelados." (1 Pedro 3:19.) Ahora bien, ¿por qué habría de hacer algo así nuestro Salvador si no fuera que existe la oportunidad del progreso espiritual para aquellos a quienes les estaba predicando?

Pedro agregó: "Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según Dios." (1 Pedro 4:6.)
Por supuesto que Pedro estaba enseñando la misma doctrina que el propio Salvador les había enseñado: "De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán." (Juan 5:25.)

Es evidente que Jesús y Sus discípulos comprendían que el plan de nuestro Padre Celestial incluía oportunidades eternas para el progreso espiritual. Pero, además de eso, no contamos con muchos detalles acerca de la próxima fase de nuestra vida eterna.

Y aquí es donde interviene la fe. Sabemos que Dios ha prometido increíbles bendiciones para los que en esta vida aprendan a andar por la fe y ejerzan el albedrío moral que El nos ha concedido para que adoptemos buenas decisiones (inclusive, debo hacer notar, la decisión de creer o de no creer en Su eterno plan). Esto debiera ser suficiente. No es necesario que conozcamos todos los detalles relacionados con las bendiciones que nos ha prometido el Señor. Sólo debemos confiar en ellas. Y tener fe en El.

Estas cosas, si lo pensamos bien, no resultan ser difíciles de entender. Después de todo lo que nuestro Padre Celestial ha hecho para establecer este magnífico plan—desde el milagro del nacimiento hasta el milagro de la Vida Eterna en la presencia de Dios y de nuestro Salvador—es fácil ver cuánto nos ama y desea que seamos eternamente felices con El. Esta sola idea debiera ser suficiente para que cada uno de nosotros confiara en El.


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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola,bueno , me topé con este sitio buscando una pelicula de la iglesia . bueno muchas bendiciones .



daniela

gardinifill dijo...

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